No hay diplomacia que no sea el reflejo fiel de la vida interna del país en cuestión. México le ha sido consistente y fiel siempre a este axioma. Desde la firme (y la gran mayoría de las veces, simuladora) diplomacia de la posrevolución autoritaria, hasta la diplomacia fallida de la segunda parte del gobierno de Fox (cuando Castañeda ya había renunciado), hasta la imperturbablemente mediocre acción diplomática de lo que queda de la alternancia representada hoy por la corriente calderonista al interior del aparato estatal, lo único claro de nuestra diplomacia es que no se tiene nada claro acerca de los objetivos mexicanos en política internacional y que ha decidido continuar nadando de muertito. Por ejemplo, no se tiene claro qué intereses hacer progresar con respecto a África, en donde tenemos sólo siete embajadas, mientras que Brasil cuenta con 34, de las cuales 16 fueron abiertas durante el periodo presidencial de Lula. La política exterior en Oriente Medio no es la excepción de esta navegación sin rumbo del barco mexicano en aguas internacionales, todo lo cual ya afecta incluso nuestra relación con los dos socios en el TLCAN.
Hans Morgenthau, padre del realismo político, a quien dudosamente se le habría leído bien en Los Pinos, concebía el interés nacional como el puente entre la razón que pretende comprender la “política” internacional y los “hechos” que deben ser comprendidos. Sin este ejercicio vinculante, primero, no se puede distinguir entre hechos políticos y no políticos, ni, segundo, proveer de un orden sistemático a la esfera política. Aparte del hecho de que Calderón se apropió displicentemente del diseño y la ejecución de la política internacional de México, una razón más por la que nuestra política exterior es zona de desastre se refiere a que no se han esclarecido los objetivos de la misma ni, en consecuencia, los medios para llevarla a cabo. Ni el interés nacional que la envuelve.
La reciente abstención de México de aceptar a Palestina como un miembro más de la UNESCO es el botón más reciente del despropósito y la ceguera que se han adueñado de la diplomacia mexicana. Este éxito simbólico y moral (que todavía no enteramente político) e incluso conciliatorio de Mahmoud Abbas, presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), es también preámbulo de lo que vendrá el 11 de noviembre. En esa fecha, el Consejo de Seguridad de la ONU deliberará sobre la petición de ingreso como Estado miembro que Abbas formuló y que Washington podría vetar. Y si acaso este fuera el escenario que aguarda esta disputa, la entrada a la UNESCO será —de aquí la ceguera de la diplomacia mexicana—, al menos, una buena solución consoladora para la ANP, que le dará poder de negociación frente a Israel en el medio de una situación intolerable que debe de solucionarse pronto.
No está claro —como si lo está en Londres o en Washington— cuál interés mexicano queda afectado si a Palestina se le reconoce como actor útil y funcional frente a su propio conflicto. No está claro tampoco por qué México no propugna con más energía que se le exija al Estado israelí el cese de las ocupaciones en territorio palestino. Pero si las razones mexicanas son las mismas que obligaron a Obama a recular de su propuesta de mayo de volver a las fronteras de 1967 y de reconocer al Estado Palestino, entonces esa idea de Calderón, que fue eco de declaraciones de Lula, en el sentido de dejar de pensar sólo en EU y voltear al Sur, quedará únicamente como parte de la retórica de una política exterior sin rumbo, muy pequeñita y, finalmente, reflejo de su hoy confusa condición nacional.
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