En un clásico de 1996, The Retreat of the State, Susan Strange desgajó el futuro fragmentado del Estado en las relaciones internacionales. Strange nos enseñaba cómo el Estado empezaba a ser superado por actores transnacionales no estatales que eventualmente lo rebasarían. No se trataba de que el Estado hubiera desaparecido, sino de que ya no era más el jugador casi exclusivo de la política, entendida como lucha de poderes. Concebía que estos actores competían crecientemente con el Estado en la arena política, económica y de seguridad. En el nuevo siglo, la modernización mexicana vuelve a quedar atrapada en las contradicciones de su presente, que es más pasado que futuro. El retraso político-cultural permea el pensamiento de los principales estratos de la política nacional y no se entienden los nuevos signos de los tiempos actuales.
Ocurre en momentos delicados para la soberanía del Estado, cuyos regímenes no han producido adecuadamente la agenda de riesgo para prever los escenarios de esta “retirada” del Estado frente a la amenaza del crimen organizado. Paradoja: mientras el Estado sufre un desgajamiento y se “desorganiza”, las mafias se reagrupan y acosan a la organización estatal y la societal a grados intolerables. Se pueden “actualizar” todo lo que se quiera los mecanismos de persecución del delito, pero el retraso histórico en esta materia no perdona: la amenaza anónima cerca los linderos de la organización del Estado, no al revés. Para rematar, si aceptamos, como sugiere Peter Reuter, que el consumo de drogas es una epidemia social (por contagio cultural), entonces tampoco las políticas sociales son ya suficientes para detener la oleada criminal que permea el corrupto sistema mexicano y condena a nuestros niños y jóvenes. Por el frente que se le vea, la estrategia foxista y principalmente calderonista han fracasado y no podemos ser frívolos e indiferentes frente a las implicaciones graves para el futuro nacional. La revuelta militarista del Estado en contra de los cárteles no ha sido exitosa porque se les atacó sin instrumentos de Estado adecuados, sin haber cumplido previamente con los protocolos de Palermo (lavado) y de Mérida (corrupción); porque se hizo sin plan de contención respecto a la creciente violencia y, porque, este ataque no ha significado su debilitamiento sino su fortalecimiento, así como su dispersión, todo lo cual abrió un frente de guerra no calculado al Estado mexicano: el daño multidimensional de la seguridad nacional a grados insospechados, en tanto que afecta directa e íntimamente la seguridad e integridad de la sociedad civil, a la que el Estado no ha sido capaz de proteger.
En este contexto, no se pueden ignorar noticias recientes, como las acciones de la DEA en México, en especial la vinculada con acciones de lavado de dinero negro, actividad usual, aunque no aceptable, de los operativos globales encubiertos de EU. El hecho en sí merece una explicación verdadera hasta donde los códigos de secrecía lo acepten, pero ante la confesa ignorancia del gobierno sobre ello, lo merece aún más. ¿Nadie sabía que México tenía agentes trabajando con EU en esto? Por un lado, malo que el Estado fallara al no detectar las acciones o, peor, si mienten sus voceros. Por otro lado, muy malo, que EU decida, en su colaboración con México, no avisarle a su socio por la desconfianza que despiertan las instituciones del Estado mexicano en Washington. Más que celebraciones o envalentonamientos impostados del Ejecutivo, deberíamos preguntarnos si está haciendo lo necesario para evitar el desmoronamiento del Estado, que aun en los peores escenarios descritos por Strange, tiene ya graves implicaciones para la paz y la prosperidad democráticas de la República.
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