“We built it”, nosotros lo construimos, por lo tanto el país es de nosotros y lo que resta, “los demás”, no pertenecen a este territorio, empezando por Obama. La “otredad” se sitúa más allá del sí mismo. El ser republicano es totalizador, es la apropiación del americanismo, del ser americano, a la más vieja usanza de los tiempos en que el mesianismo y el excepcionalismo (“la ciudad sobre la colina”, a la Winthrop) dominaban las políticas públicas en EU: la muy exaltada narrativa sobre la nueva comunidad imaginaria que se han inventado los republicanos, los transforma a ellos en el “pueblo escogido” y convierten así en prescindibles a “esos otros” que están fuera del círculo dorado de pertenencia cuasi sagrada de la comunidad nacional. Así de alucinante y excluyente sonó el discurso republicano de Tampa, Florida. En la Convención republicana que proclamó a Mitt Romney como su abanderado presidencial, pudimos presenciar un ramillete de discursos más semejantes a sermones de púlpito, a través de los cuales (desinformación incluida) surcó un rancio nacionalismo aderezado de discriminación e intolerancia por parte de una derecha brutal y primitiva, predemocrática, podríamos decir.
Finalmente ocurrió lo que ya veíamos desde las elecciones intermedias, cuando el Tea Party hizo su aparición estelar en política: el Partido Republicano (PR), y Romney con él (gracias en gran medida a la entrada estelar que le dan a Paul Ryan), se están dejando llevar río abajo por la corriente más ultra que el conservadurismo estadunidense haya tenido. El PR logra resultados no óptimos para Romney en este proceso que acaba en la Convención, para dar lugar a la fase subsiguiente que será la recta final de la campaña una vez que concluya la convención demócrata en Charlotte, Carolina del Norte, esta semana.
Si bien creíamos que el objetivo principal de Romney en la Convención era verse aceptado por sus huestes más radicales como un “conservador puro”, parece que no sólo no logró convencer de esto con su ambigua retórica y su monótono y anticlimático vaivén verbal y físico, sino que se saltó la barda al cederle fatalmente la capitanía de su campaña a los neoneandertales republicanos, que por fin acabaron secuestrando a su partido y santificando la agenda presidencial más reaccionaria de la historia del PR. Si acaso la apuesta por la pérdida de popularidad de Obama es la carta más significativa con la que cuenta Romney, pero no es una garantía de que apostar toda la casa por el voto de la “América profunda” vaya a ser ganancia neta y no vaya a significar un riesgo muy alto para el PR. El senador Barry Goldwater lo intentó así en 1964 contra Lyndon B. Johnson y falló, y Ronald Reagan ganó la apuesta con más tino y estilo contra Jimmy Carter en 1980.
Estados Unidos de hoy, no obstante, no es el mismo que el del siglo XVII o el de los años sesenta u ochenta. Estamos ante un presidente, que si bien no ha tenido el éxito esperado en economía y otros frentes, lo cual está pagando con la baja de su popularidad y aceptación, se ve favorecido por el bono demográfico que le ofrece un porcentaje alto del voto latino y afroestadunidense, que muy bien pueden definir la elección en su conjunto, al influir en estados como Florida, Colorado o Indiana. Al mismo tiempo, existe un alto porcentaje de voto independiente que aún está por verse por quién opta. En circunstancias como las actuales y ante la radicalización del discurso de los neoneandertales, el PR podría estar perdiendo el centro político (que Obama ha conservado hábilmente) y en consecuencia quedar condenado a la derrota. Estados Unidos se enfrenta, en el límite de la contradicción y el agotamiento sistémico de su proceso político-electoral, ante el espectro del retroceso o del avance. Veremos qué pesa más, si el discurso de la república apocalíptica que parece condenar más que favorecer al PR o el de la modernización “hacia adelante”, que con muchas dificultades y lentitud ha podido hacer prosperar Obama en tiempos de enormes dificultades económicas y políticas locales y globales.
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