El entorno internacional del régimen político mexicano entraña grandes retos. La globalización de la política y la economía mundial vuelve impostergable que la política exterior de México se someta a una seria revisión si se desea cumplir con la necesidad de que México sobreviva con éxito a los cambios del sistema internacional después de la Guerra Fría y del 9/11. Son innumerables los temas de los que ha dependido y dependerá México en esta materia pero, sobre todo, serán muchas las exigencias que este contexto cambiante le planteará. No será ocioso, entonces, debatir con amplitud acerca de la naturaleza de la política exterior y sentar las condiciones para que se emprenda una reflexión sobre si ésta debiera proyectarse como una de intereses, de principios, o de una combinación sensata de ambos.
Después de todo, la elaboración de la política exterior es una actividad necesaria del Estado moderno. Como todo en política, una política exterior no es inamovible como no lo es la realidad que circunda las decisiones estratégicas que se toman en defensa de intereses nacionales: con frecuencia se da el caso de que ésta tiene que modificar sus prioridades programáticas en función de los cambios históricos; pensar lo opuesto es ignorar los términos que la cambiante realidad internacional impone. Se trata de sugerir y eventualmente impulsar la elaboración de una estrategia de política internacional, no sólo comprensiva, sino encaminada a cumplir con la tarea que ésta siempre ha tenido en el mundo desarrollado: ejercer una vigilancia constante sobre los cambios permanentes que ocurren en política mundial. Estimo que no se puede concebir otra forma de definir una política exterior estratégica, visionaria y de largo plazo, y que a la vez sea resolutiva; es decir, que responda con soluciones concretas a las necesidades que le presentan los acontecimientos mundiales.
El nuevo Presidente de México enunció en su plataforma de campaña que su política exterior priorizaría la región de América del Norte. También ofreció restablecer sus vínculos con América Latina y con nuestros cercanos vecinos centroamericanos y caribeños. De aquí que Peña Nieto ya haya realizado sendos viajes (creemos, vinculantes) a ambas zonas del continente y de los cuales aparentemente ha salido bien librado. No obstante, existe aún una percepción de desconfianza de ambos lados sobre el papel jugado por cada gobierno respecto a los muchos temas sensibles, entre los cuales destacan dos: seguridad y migración. Respecto al primero, y lo acabamos de ver hace tres días con el condicionamiento a la entrega de 234 millones de la Iniciativa Mérida (IM) al respeto de los derechos humanos en México, Washington sigue expresando su poca confianza en las instituciones del Estado mexicano. Con respecto al descalabrado asunto migratorio, Obama ya demostró voluntad política (porque ya puede hacerlo) para impulsar la reforma migratoria por todos esperada. Sin embargo, en esta ocasión sí se trata de un momento político en EU en que se vuelve imperativo que México apoye a Obama en este nuevo impulso. Frente a un legislativo hostil a la idea de legalizar o ciudadanizar a siete millones de indocumentados, una política consular audaz y un cabildeo cuidadoso e inteligente de Peña Nieto será, en efecto, relevante para la Casa Blanca. Es el momento de demostrar que la política exterior del nuevo siglo mexicano puede responder a realidades y necesidades políticas y sociales diferentes, y por tanto a nuevos fundamentos. Es decir, trascender el círculo perverso que ha limitado al régimen político, tanto por su carácter autoritario y retrasado, como por su dependencia asimétrica frente a la gran potencia. De haber estado atrapada entre un régimen cerrado y otro fallido, y a la defensiva frente a una política hegemónica por parte de EU, hoy en día las circunstancias han cambiado para la política exterior mexicana: se impone explorar vías alternativas para ejecutar una diplomacia eficiente y encaminada a perfilar a un actor que se haga oír y sentir, y asumir el liderazgo que desea sin falsas disyuntivas, en el concierto mundial y regional. La relación bilateral es, de nuevo, la prueba del ácido de la política exterior.
Después de todo, la elaboración de la política exterior es una actividad necesaria del Estado moderno. Como todo en política, una política exterior no es inamovible como no lo es la realidad que circunda las decisiones estratégicas que se toman en defensa de intereses nacionales: con frecuencia se da el caso de que ésta tiene que modificar sus prioridades programáticas en función de los cambios históricos; pensar lo opuesto es ignorar los términos que la cambiante realidad internacional impone. Se trata de sugerir y eventualmente impulsar la elaboración de una estrategia de política internacional, no sólo comprensiva, sino encaminada a cumplir con la tarea que ésta siempre ha tenido en el mundo desarrollado: ejercer una vigilancia constante sobre los cambios permanentes que ocurren en política mundial. Estimo que no se puede concebir otra forma de definir una política exterior estratégica, visionaria y de largo plazo, y que a la vez sea resolutiva; es decir, que responda con soluciones concretas a las necesidades que le presentan los acontecimientos mundiales.
El nuevo Presidente de México enunció en su plataforma de campaña que su política exterior priorizaría la región de América del Norte. También ofreció restablecer sus vínculos con América Latina y con nuestros cercanos vecinos centroamericanos y caribeños. De aquí que Peña Nieto ya haya realizado sendos viajes (creemos, vinculantes) a ambas zonas del continente y de los cuales aparentemente ha salido bien librado. No obstante, existe aún una percepción de desconfianza de ambos lados sobre el papel jugado por cada gobierno respecto a los muchos temas sensibles, entre los cuales destacan dos: seguridad y migración. Respecto al primero, y lo acabamos de ver hace tres días con el condicionamiento a la entrega de 234 millones de la Iniciativa Mérida (IM) al respeto de los derechos humanos en México, Washington sigue expresando su poca confianza en las instituciones del Estado mexicano. Con respecto al descalabrado asunto migratorio, Obama ya demostró voluntad política (porque ya puede hacerlo) para impulsar la reforma migratoria por todos esperada. Sin embargo, en esta ocasión sí se trata de un momento político en EU en que se vuelve imperativo que México apoye a Obama en este nuevo impulso. Frente a un legislativo hostil a la idea de legalizar o ciudadanizar a siete millones de indocumentados, una política consular audaz y un cabildeo cuidadoso e inteligente de Peña Nieto será, en efecto, relevante para la Casa Blanca. Es el momento de demostrar que la política exterior del nuevo siglo mexicano puede responder a realidades y necesidades políticas y sociales diferentes, y por tanto a nuevos fundamentos. Es decir, trascender el círculo perverso que ha limitado al régimen político, tanto por su carácter autoritario y retrasado, como por su dependencia asimétrica frente a la gran potencia. De haber estado atrapada entre un régimen cerrado y otro fallido, y a la defensiva frente a una política hegemónica por parte de EU, hoy en día las circunstancias han cambiado para la política exterior mexicana: se impone explorar vías alternativas para ejecutar una diplomacia eficiente y encaminada a perfilar a un actor que se haga oír y sentir, y asumir el liderazgo que desea sin falsas disyuntivas, en el concierto mundial y regional. La relación bilateral es, de nuevo, la prueba del ácido de la política exterior.
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