Publicado en Excelsior 26/01/2014
José Luis Valdés Ugalde
Para mi hija Julia en su cumpleaños
Cuando inició el TLCAN, en enero de 1994, el México salinista era un país en la encrucijada: modernización con desarrollo, profundización democrática, o más de lo mismo. El laberinto mexicano se componía de complejas variables que afectaban a un sistema de gobernanza más viciado y vicioso que el de hoy; al tiempo que padecíamos del vigente y primitivo miedo al mundo que caracteriza al país ombliguista que somos. Habitábamos un mundo en transformación debido a los intensos flujos y reflujos de la globalización. La aldea global quedaba circunscrita a una dinámica intensa en la que la actividad comercial se inscribía como uno de los elementos centrales del proceso de integración iniciado en 1986. Neoglobalización, apertura comercial y reforma económica eran componentes de un movimiento que impactó las políticas exteriores y que tomó lugar en forma novedosa y precisa a partir de 1989, al fin a la Guerra Fría, redefiniéndose así nuevos arreglos mundiales. Se trataba de elementos de un momento desde el cual los estados se revisualizan a sí mismos y se vinculan con el mundo que los rodea a partir de una nueva perspectiva que los lleva a enfrentar variados retos paradigmáticos. La caída del muro de Berlín y sus secuelas, no obstante, nos obligaban a cumplir con un imponderable categórico (Kant), que en palabras de Paul Veyne, nos llevaría a consentir “que el reconocimiento de la existencia de otras naciones como sujetos de la ley internacional no es evidente en sí mismo”. ¿Lo entendimos?
Desde los ochenta, surge un nuevo concepto que domina la vida de las naciones y que impacta decisiones de los hacedores de política: la liberalización. La política de industrialización orientada hacia las exportaciones (IOE), la desregulación y la liberalización del mercado se identificaban como nuevos imperativos de los países en vías de desarrollo para reestructurar su sistema productivo y poder así “subirse al tren” de la globalización. En esto mucho tuvo que ver la experiencia exitosa de los tigres del Sudeste Asiático, que con base en su notable avance en la industria de la microelectrónica, se volvieron el ejemplo a seguir, toda vez que esto apuntaló su crecimiento y éxito comercial sin precedentes. Así, desde 1994, México “le entró al mundo”, aunque su instalación se circunscribió a su zona geopolítica natural, Norteamérica. Para 2012, el comercio de EU y Canadá con México se incrementaba en 506%. La exportación mexicana floreció: de representar 60 mil millones en 1994, en 2013 se elevaba a 400 mil millones de dólares. México se volvió gran fábrica manufacturera, que maquiló para el exterior, con un lastimoso contenido externo de más de 80%. El empleo creció en el orden de 1 millón por año y la integración apuntaló una cierta apertura política, no exenta de múltiples contradicciones que aún cuestionan la eficacia de la gobernanza estatal. También reforzó el crecimiento de la clase media. Los indicadores macroeconómicos y macropolíticos resultantes de la liberalización ofrecen buen balance, no así los microeconómicos, como crecimiento y distribución del ingreso. El Estado fracasó al no aplicar en lo interno medidas previsoras del desastre social que padecemos, que afecta el bienestar social. Si bien, sacudida por la crisis de 2008, la economía no ha crecido por encima de 2%. Y lo más preocupante: según informes del BM, la pobreza afectó en 2013 a 52% de la población, ¡similar al 53% de 1992! Según estos indicadores, la calidad y el acceso a los servicios sociales, como educación y salud, son deplorables (en salud, bajamos de 40% a 31%).
Hay indicios de que México se animó a superar sus traumas insulares, aunque sigue sin verse cómo es que queremos y podremos tener un desarrollo sustentable y a la vez una política exterior robusta, que nos reposicione en el globo. Lo más delicado seguirá siendo el abandono interno. La desigualdad y la violencia combinadas, funcionalmente vinculantes, podrían convertir “el éxito” mexicano en su opuesto: un riesgo de inestabilidad regional, que implique la desconfianza habitual en un sistema históricamente incapaz de pasar su examen de grado y por tanto en “un sujeto de ley” anómalo.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
José Luis Valdés Ugalde
Para mi hija Julia en su cumpleaños
Cuando inició el TLCAN, en enero de 1994, el México salinista era un país en la encrucijada: modernización con desarrollo, profundización democrática, o más de lo mismo. El laberinto mexicano se componía de complejas variables que afectaban a un sistema de gobernanza más viciado y vicioso que el de hoy; al tiempo que padecíamos del vigente y primitivo miedo al mundo que caracteriza al país ombliguista que somos. Habitábamos un mundo en transformación debido a los intensos flujos y reflujos de la globalización. La aldea global quedaba circunscrita a una dinámica intensa en la que la actividad comercial se inscribía como uno de los elementos centrales del proceso de integración iniciado en 1986. Neoglobalización, apertura comercial y reforma económica eran componentes de un movimiento que impactó las políticas exteriores y que tomó lugar en forma novedosa y precisa a partir de 1989, al fin a la Guerra Fría, redefiniéndose así nuevos arreglos mundiales. Se trataba de elementos de un momento desde el cual los estados se revisualizan a sí mismos y se vinculan con el mundo que los rodea a partir de una nueva perspectiva que los lleva a enfrentar variados retos paradigmáticos. La caída del muro de Berlín y sus secuelas, no obstante, nos obligaban a cumplir con un imponderable categórico (Kant), que en palabras de Paul Veyne, nos llevaría a consentir “que el reconocimiento de la existencia de otras naciones como sujetos de la ley internacional no es evidente en sí mismo”. ¿Lo entendimos?
Desde los ochenta, surge un nuevo concepto que domina la vida de las naciones y que impacta decisiones de los hacedores de política: la liberalización. La política de industrialización orientada hacia las exportaciones (IOE), la desregulación y la liberalización del mercado se identificaban como nuevos imperativos de los países en vías de desarrollo para reestructurar su sistema productivo y poder así “subirse al tren” de la globalización. En esto mucho tuvo que ver la experiencia exitosa de los tigres del Sudeste Asiático, que con base en su notable avance en la industria de la microelectrónica, se volvieron el ejemplo a seguir, toda vez que esto apuntaló su crecimiento y éxito comercial sin precedentes. Así, desde 1994, México “le entró al mundo”, aunque su instalación se circunscribió a su zona geopolítica natural, Norteamérica. Para 2012, el comercio de EU y Canadá con México se incrementaba en 506%. La exportación mexicana floreció: de representar 60 mil millones en 1994, en 2013 se elevaba a 400 mil millones de dólares. México se volvió gran fábrica manufacturera, que maquiló para el exterior, con un lastimoso contenido externo de más de 80%. El empleo creció en el orden de 1 millón por año y la integración apuntaló una cierta apertura política, no exenta de múltiples contradicciones que aún cuestionan la eficacia de la gobernanza estatal. También reforzó el crecimiento de la clase media. Los indicadores macroeconómicos y macropolíticos resultantes de la liberalización ofrecen buen balance, no así los microeconómicos, como crecimiento y distribución del ingreso. El Estado fracasó al no aplicar en lo interno medidas previsoras del desastre social que padecemos, que afecta el bienestar social. Si bien, sacudida por la crisis de 2008, la economía no ha crecido por encima de 2%. Y lo más preocupante: según informes del BM, la pobreza afectó en 2013 a 52% de la población, ¡similar al 53% de 1992! Según estos indicadores, la calidad y el acceso a los servicios sociales, como educación y salud, son deplorables (en salud, bajamos de 40% a 31%).
Hay indicios de que México se animó a superar sus traumas insulares, aunque sigue sin verse cómo es que queremos y podremos tener un desarrollo sustentable y a la vez una política exterior robusta, que nos reposicione en el globo. Lo más delicado seguirá siendo el abandono interno. La desigualdad y la violencia combinadas, funcionalmente vinculantes, podrían convertir “el éxito” mexicano en su opuesto: un riesgo de inestabilidad regional, que implique la desconfianza habitual en un sistema históricamente incapaz de pasar su examen de grado y por tanto en “un sujeto de ley” anómalo.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
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