José Luis Valdés Ugalde
18/05/2014 en Excélsior
Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 (9/11), el mundo vive sumido en la intranquilidad. El estado de ánimo se caracteriza por ser de inquietud y tensión. El sistema internacional se enfrenta a nuevos desafíos y amenazas que no se preveían y para las cuales la arquitectura de gobernabilidad global edificada en la segunda posguerra ya no es funcional. El orden global ha sido invadido por actores no estatales y, en algunos casos, estatales, que no sólo nos ocasionan serias afrentas, sino que incluso pretenden dislocarlo. Las amenazas de lo local se potencializan con relativa autonomía, al tiempo que provocan crisis generalizadas que desestabilizan órdenes regionales completos e incluso el mismo sistema internacional. Lo fue así desde que EU fomentara —en aparatosa respuesta al 9/11— un conflicto en Irak que nunca se justificó y que representó un gran fracaso político-militar para Washington y sus aliados, que obligó a un giro radical de su política exterior y que tiene a Obama relativamente atado de manos hoy en día. Siria, Irán, Corea del Norte, África del Norte, Rusia, Ucrania y los países bálticos son algunas de las naciones y regiones que impactan la vida subregional a la que pertenecen. También amenazan la seguridad internacional.
África, el continente olvidado, aunque hoy utilizado en forma malsana como proveedor de materias primas por China y otras potencias, pone de nuevo de manifiesto el potencial grado desestabilizador que una crisis local en Nigeria le impone a esa región africana, así como al mundo entero. La campaña iniciada en Twitter #BringBackOurGirls (regresen a nuestras niñas) ha invadido las redes sociales en forma inédita. El secuestro de 200 niñas y estudiantes nigerianas (y las otras muchas secuestradas antes, no se diga las víctimas asesinadas) por los hiper-extremistas islámicos del grupo Boko Haram sienta un precedente grave acerca de cómo grupos radicalizados dentro de esa nación y región africana pueden atentar contra las reglas de convivencia civilizada que la mayoría del mundo quiere para sí. Igualmente, la campaña, que ha presionado, pero también puesto en evidencia, por su indiferencia, al gobierno nigeriano y sus aliados occidentales, se origina en la sociedad civil nigeriana y es luego retomada por la sociedad civil global; a la misma se han adherido personalidades de la talla de Michelle Obama. No deja de impresionar que sea de nuevo la gente a la que se debe el Estado (y no al revés) la encargada de exigirle justicia y atención a este mismo Estado acerca de su responsabilidad por un evento que tiene ocurriendo por lo menos desde 1995, cuando empezó a operar con tácticas similares Boko Haram, bajo el nombre de Shabaab. La traducción literal del nombre de esta organización terrorista, a la que se han opuesto incluso otros grupos islámicos, es: “La educación occidental es pecado”. De nueva cuenta emerge la intolerancia más que ignominiosa del extremismo islámico en contra de los derechos de las niñas o mujeres que se atreven a cursar sus estudios. Este primitivismo ya se había evidenciado en el pasado. Recordemos el atentado sufrido en octubre de 2012 por la niña activista paquistaní Malala Yousafzai —a manos de un pistolero talibán—, quien después de haber sobrevivido, se convirtió en un símbolo mundial. O el envenenamiento de 120 niñas en mayo y 100 en julio del mismo año, también por los talibanes, en escuelas de Afganistán. El atentado de Boko Haram no es sólo contra estas niñas inocentes y sus derechos a la ciudadanía universal plena, sino contra todos nosotros. Es un agravio antihumanitario e intolerable. De esta trágica saga de eventos podrían resultar dos hechos que serían beneficiosos: que el Estado nigeriano se reforme y corrija, y elimine de sus entrañas la enorme corrupción y su presumible complicidad con Boko Haram, y que ésta última (y sus pares en el resto del globo) quede expuesta ante el mundo de tal forma que se logre extirpar para siempre del mapa nigeriano, africano y global. Con estos dos resultados óptimos, el sacrificio doloroso sufrido por las muchas víctimas de todos los fanáticos extremistas de esta estirpe podría, al menos, resultar parcialmente redimido.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
Twitter: @JLValdesUgalde
Desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 (9/11), el mundo vive sumido en la intranquilidad. El estado de ánimo se caracteriza por ser de inquietud y tensión. El sistema internacional se enfrenta a nuevos desafíos y amenazas que no se preveían y para las cuales la arquitectura de gobernabilidad global edificada en la segunda posguerra ya no es funcional. El orden global ha sido invadido por actores no estatales y, en algunos casos, estatales, que no sólo nos ocasionan serias afrentas, sino que incluso pretenden dislocarlo. Las amenazas de lo local se potencializan con relativa autonomía, al tiempo que provocan crisis generalizadas que desestabilizan órdenes regionales completos e incluso el mismo sistema internacional. Lo fue así desde que EU fomentara —en aparatosa respuesta al 9/11— un conflicto en Irak que nunca se justificó y que representó un gran fracaso político-militar para Washington y sus aliados, que obligó a un giro radical de su política exterior y que tiene a Obama relativamente atado de manos hoy en día. Siria, Irán, Corea del Norte, África del Norte, Rusia, Ucrania y los países bálticos son algunas de las naciones y regiones que impactan la vida subregional a la que pertenecen. También amenazan la seguridad internacional.
África, el continente olvidado, aunque hoy utilizado en forma malsana como proveedor de materias primas por China y otras potencias, pone de nuevo de manifiesto el potencial grado desestabilizador que una crisis local en Nigeria le impone a esa región africana, así como al mundo entero. La campaña iniciada en Twitter #BringBackOurGirls (regresen a nuestras niñas) ha invadido las redes sociales en forma inédita. El secuestro de 200 niñas y estudiantes nigerianas (y las otras muchas secuestradas antes, no se diga las víctimas asesinadas) por los hiper-extremistas islámicos del grupo Boko Haram sienta un precedente grave acerca de cómo grupos radicalizados dentro de esa nación y región africana pueden atentar contra las reglas de convivencia civilizada que la mayoría del mundo quiere para sí. Igualmente, la campaña, que ha presionado, pero también puesto en evidencia, por su indiferencia, al gobierno nigeriano y sus aliados occidentales, se origina en la sociedad civil nigeriana y es luego retomada por la sociedad civil global; a la misma se han adherido personalidades de la talla de Michelle Obama. No deja de impresionar que sea de nuevo la gente a la que se debe el Estado (y no al revés) la encargada de exigirle justicia y atención a este mismo Estado acerca de su responsabilidad por un evento que tiene ocurriendo por lo menos desde 1995, cuando empezó a operar con tácticas similares Boko Haram, bajo el nombre de Shabaab. La traducción literal del nombre de esta organización terrorista, a la que se han opuesto incluso otros grupos islámicos, es: “La educación occidental es pecado”. De nueva cuenta emerge la intolerancia más que ignominiosa del extremismo islámico en contra de los derechos de las niñas o mujeres que se atreven a cursar sus estudios. Este primitivismo ya se había evidenciado en el pasado. Recordemos el atentado sufrido en octubre de 2012 por la niña activista paquistaní Malala Yousafzai —a manos de un pistolero talibán—, quien después de haber sobrevivido, se convirtió en un símbolo mundial. O el envenenamiento de 120 niñas en mayo y 100 en julio del mismo año, también por los talibanes, en escuelas de Afganistán. El atentado de Boko Haram no es sólo contra estas niñas inocentes y sus derechos a la ciudadanía universal plena, sino contra todos nosotros. Es un agravio antihumanitario e intolerable. De esta trágica saga de eventos podrían resultar dos hechos que serían beneficiosos: que el Estado nigeriano se reforme y corrija, y elimine de sus entrañas la enorme corrupción y su presumible complicidad con Boko Haram, y que ésta última (y sus pares en el resto del globo) quede expuesta ante el mundo de tal forma que se logre extirpar para siempre del mapa nigeriano, africano y global. Con estos dos resultados óptimos, el sacrificio doloroso sufrido por las muchas víctimas de todos los fanáticos extremistas de esta estirpe podría, al menos, resultar parcialmente redimido.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
Twitter: @JLValdesUgalde
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