José Luis Valdés Ugalde
13/07/2014
Desde los atentados del 11 de septiembre y la infame invasión de Irak en 2003 por George W. Bush, hasta el día de hoy, con la emergencia de la insurgencia del extremismo islámico de ISIS en pleno apogeo en Irak y Siria, la política exterior estadunidense se ha encerrado a sí misma en un abismo de tremendas dimensiones. El mundo cambió y con él las bases desde las que se desprenden los arreglos del orden internacional. Al tiempo que Barack Obama arribaba en 2008 a la Casa Blanca con el proyecto político más progresista desde F.D. Roosevelt y Clinton, diversos actores estatales y no estatales, y no necesariamente como resultado del mutuo acuerdo, se propusieron imponerle un boicot a la “política inteligente” ideada por Obama con el propósito de resolver sus pendientes globales. En particular, se percibía la necesidad de la Casa Blanca por atenuar los rencores antiestadunidenses acumulados después de décadas de intervencionismo protagonizado por Washington desde los años 50. Obama guardaba, y al parecer aún guarda, la convicción de que era sólo de esta forma, por la vía diplomática, en que EU podría recuperarse del desprestigio en el que se empezaba a hundir su tradicional política hegemónica. Es decir, se trataba de ceder algo de su poder a cambio de mantener una posición preeminente en la organización y funcionamiento del sistema internacional. Por lo tanto, EU se ve obligado a tomarle el pulso al entorno global desde una posición menos determinísticamente hegemónica y sin mesianismos agonizantes. Aunque ciertamente sí desde una posición más realista y correspondiente con los nuevos tiempos del sistema internacional que han ubicado a Washington en una posición de agudo, pero real y potencial declive, lo que afecta su potencial actuación como actor solitario y vigilante del sistema global en el nuevo siglo. Es decir, se trataría de que Washington renuncie al papel característicamente unipolar que lo distinguió desde la Guerra Fría.
No obstante, en Washington (y en otras capitales de sus aliados occidentales) se consideraba, y aún hoy se piensa así, que EU, aunque debilitado, era aún un actor imprescindible para la conservación de un orden de posguerra con el cual había contribuido en forma proactiva desde 1945. El ejercicio constructivo de su poder internacional iba a ser el faro que conduciría los destinos de un sistema de poder influido poderosamente por los valores occidentales implantados por Washington y sus aliados desde entonces. Más aún, dado el hecho de que se enfrentaba a un entorno de profunda animosidad en contra del mismo. En el intenso proceso de transición política (hoy evidentemente fallido) protagonizado por la Primavera Árabe se evidenció la poca voluntad de intervencionismo directo por parte de Obama, aunque no sin dejar de tener un papel importante, tal y como lo demuestra James Mann en su libro, The Obamians, cuando utilizó, a solicitud de Sarkozy, sus bombarderos de ultramar para contener, y finalmente derrotar, a las fuerzas de Gadafi en Libia.
A reserva de analizar con cuidado el futuro papel de China, Rusia y otros actores frente a EU, podríamos adelantar que estamos quizá por presenciar la transición entre la visión mesiánica estadunidense hacia otra más acorde (y quizás hasta idealista, dentro de su marco realista tradicional) con los tiempos del presente. El pronóstico sobre el éxito de esta estrategia es reservado. Lo que sí es indiscutible es que asistimos a una disputa intensa y por demás crítica entre el presente y el pasado acerca de cuál debería ser el papel de Washington en la evolución y/o replanteamiento del orden global tal y como lo conocemos. Partiendo de este enfoque, Estados Unidos parece empezar a reconocer desde el corazón del poder y de su nueva narrativa, que no se encuentra solo en el mundo y que, por ende, para la resolución de diversos problemas regionales y/o globales, se requiere de la intervención de diversos actores, llegando a la conclusión de que ni Washington puede resolver todos esos problemas por él mismo, así como tampoco el resto del mundo puede resolverlos sin él. De este análisis me ocuparé en subsecuentes colaboraciones.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut de la Freie Universität Berlin
Desde los atentados del 11 de septiembre y la infame invasión de Irak en 2003 por George W. Bush, hasta el día de hoy, con la emergencia de la insurgencia del extremismo islámico de ISIS en pleno apogeo en Irak y Siria, la política exterior estadunidense se ha encerrado a sí misma en un abismo de tremendas dimensiones. El mundo cambió y con él las bases desde las que se desprenden los arreglos del orden internacional. Al tiempo que Barack Obama arribaba en 2008 a la Casa Blanca con el proyecto político más progresista desde F.D. Roosevelt y Clinton, diversos actores estatales y no estatales, y no necesariamente como resultado del mutuo acuerdo, se propusieron imponerle un boicot a la “política inteligente” ideada por Obama con el propósito de resolver sus pendientes globales. En particular, se percibía la necesidad de la Casa Blanca por atenuar los rencores antiestadunidenses acumulados después de décadas de intervencionismo protagonizado por Washington desde los años 50. Obama guardaba, y al parecer aún guarda, la convicción de que era sólo de esta forma, por la vía diplomática, en que EU podría recuperarse del desprestigio en el que se empezaba a hundir su tradicional política hegemónica. Es decir, se trataba de ceder algo de su poder a cambio de mantener una posición preeminente en la organización y funcionamiento del sistema internacional. Por lo tanto, EU se ve obligado a tomarle el pulso al entorno global desde una posición menos determinísticamente hegemónica y sin mesianismos agonizantes. Aunque ciertamente sí desde una posición más realista y correspondiente con los nuevos tiempos del sistema internacional que han ubicado a Washington en una posición de agudo, pero real y potencial declive, lo que afecta su potencial actuación como actor solitario y vigilante del sistema global en el nuevo siglo. Es decir, se trataría de que Washington renuncie al papel característicamente unipolar que lo distinguió desde la Guerra Fría.
No obstante, en Washington (y en otras capitales de sus aliados occidentales) se consideraba, y aún hoy se piensa así, que EU, aunque debilitado, era aún un actor imprescindible para la conservación de un orden de posguerra con el cual había contribuido en forma proactiva desde 1945. El ejercicio constructivo de su poder internacional iba a ser el faro que conduciría los destinos de un sistema de poder influido poderosamente por los valores occidentales implantados por Washington y sus aliados desde entonces. Más aún, dado el hecho de que se enfrentaba a un entorno de profunda animosidad en contra del mismo. En el intenso proceso de transición política (hoy evidentemente fallido) protagonizado por la Primavera Árabe se evidenció la poca voluntad de intervencionismo directo por parte de Obama, aunque no sin dejar de tener un papel importante, tal y como lo demuestra James Mann en su libro, The Obamians, cuando utilizó, a solicitud de Sarkozy, sus bombarderos de ultramar para contener, y finalmente derrotar, a las fuerzas de Gadafi en Libia.
A reserva de analizar con cuidado el futuro papel de China, Rusia y otros actores frente a EU, podríamos adelantar que estamos quizá por presenciar la transición entre la visión mesiánica estadunidense hacia otra más acorde (y quizás hasta idealista, dentro de su marco realista tradicional) con los tiempos del presente. El pronóstico sobre el éxito de esta estrategia es reservado. Lo que sí es indiscutible es que asistimos a una disputa intensa y por demás crítica entre el presente y el pasado acerca de cuál debería ser el papel de Washington en la evolución y/o replanteamiento del orden global tal y como lo conocemos. Partiendo de este enfoque, Estados Unidos parece empezar a reconocer desde el corazón del poder y de su nueva narrativa, que no se encuentra solo en el mundo y que, por ende, para la resolución de diversos problemas regionales y/o globales, se requiere de la intervención de diversos actores, llegando a la conclusión de que ni Washington puede resolver todos esos problemas por él mismo, así como tampoco el resto del mundo puede resolverlos sin él. De este análisis me ocuparé en subsecuentes colaboraciones.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut de la Freie Universität Berlin
Comentarios
Publicar un comentario