José Luis Valdés Ugalde
16/11/2014
Escribo aún con la experiencia fresca de las vívidas celebraciones por el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. La partición de Berlín y de Alemania fue un hecho de enormes consecuencias: partió en dos a una ciudad, a un país, a un continente y al mundo entero provocando vaivenes sumamente peligrosos para la paz y la estabilidad internacionales mientras duró, lo que el catedrático irlandés de la LSE, Fred Halliday, denominó como “guerra caliente” por Guerra Fría, como comúnmente se conoció al periodo entre 1945 y 1989 en que prevaleció la bipolaridad. En noviembre de 1989 esta ciudad y este país vivió en carne propia una de las más notables y originales experiencias transformadoras que las transiciones a la democracia pueden ofrecer. La celebración del cuarto de siglo del fin del muro representa aún hoy, para la gran mayoría de alemanes, el reestreno de la nación y para todos nosotros la demostración de que ésta fue indiscutiblemente una transición a la democracia exitosa que recuperó el sentido de unidad que años antes atrofió el fascismo; al tiempo que sepultó al nazismo en lo más hondo del piso que hoy caminan sus ciudadanos en la apacible capital alemana. Antes, pero más después de la construcción del adefesio de concreto y acero, que aún podemos recorrer en algunas de sus partes, se vivió y sufrió la separación real y objetiva de familias, parejas y amigos, que dejaron de verse por más de dos décadas. La sociedad civil, que no era reconocida por el socialismo real como tal, como no lo era tampoco la democracia representativa, se impuso a la STASI y al resto del aparato represivo de la RDA. La Ostpolitik que buscó el acercamiento con Alemania del Este y que fue ideada por Willy Brandt, finalmente tuvo éxito y con ella la transformación de Alemania y el mundo.
Para lograr una transición democrática efectiva, Alemania se valió de la base estatal existente en la RFA, así como del modelo económico que hoy ha transformado a este país en una de las cinco potencias globales y la primera de Europa. En efecto, la caída del socialismo real fue un triunfo de una estrategia, fundamentalmente encauzada por Brandt y que causó una gran polémica entre la derecha y la izquierda del influyente Partido Socialdemócrata Alemán; pero que en su concreción demostró ser históricamente correcta y políticamente efectiva, a grado tal que encontró en Mikhail Gorbachev, último líder de la URSS (por cierto, aclamado calurosamente el pasado 9 de noviembre aquí en Berlín) a un aliado estratégico para la transición alemana. También demostró que el sistema de Estado prevaleciente en la zona occidental de Alemania era lo suficientemente fuerte como para resistir y encarnar esta transformación hacia la democracia plena, dejando detrás el Estado represivo heredado por el estalinismo. Toda una lección para la transición mexicana (hoy con un Estado en el ocaso) que no deja de dar pasos para atrás.
En este sentido, la dolorosa separación y después la jubilosa y generalizada celebración por la unificación en 1989, así como su rememoración en su 25 aniversario, significan dos cosas fundamentales: que las nuevas generaciones de alemanes se encaminan hacia la culminación del trauma que ocasionó primero el terror nazi y luego, el totalitarismo estalinista. De tal forma que en este movimiento los alemanes se han ido deshaciendo, a la vez, del nazismo heredado como parte de un acontecimiento con una grave carga de culpa colectiva incluida, así como de la tiranía soviética que tanto daño y opresión causó a Europa, principalmente. El proceso alemán es ciertamente un caso paradigmático de cómo pavimentar lo mejor posible el camino hacia la transición política. Los pendientes de Alemania en varios temas aún son muchos, pero lo que no se puede negar es cuánta felicidad puede causarle a la gente el éxito de la política, entendida ésta como el espacio al que la opinión pública pertenece para valerse de ella a fin de garantizar sus derechos y deberes democráticos. Esto es un valor agregado para la buena marcha de un sistema político, que con ello garantiza su funcionalidad y su consolidación.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
Twitter:@JLVAldesUgalde
Now what belongs together will grow together.
Willy Brandt
Escribo aún con la experiencia fresca de las vívidas celebraciones por el 25 aniversario de la caída del Muro de Berlín. La partición de Berlín y de Alemania fue un hecho de enormes consecuencias: partió en dos a una ciudad, a un país, a un continente y al mundo entero provocando vaivenes sumamente peligrosos para la paz y la estabilidad internacionales mientras duró, lo que el catedrático irlandés de la LSE, Fred Halliday, denominó como “guerra caliente” por Guerra Fría, como comúnmente se conoció al periodo entre 1945 y 1989 en que prevaleció la bipolaridad. En noviembre de 1989 esta ciudad y este país vivió en carne propia una de las más notables y originales experiencias transformadoras que las transiciones a la democracia pueden ofrecer. La celebración del cuarto de siglo del fin del muro representa aún hoy, para la gran mayoría de alemanes, el reestreno de la nación y para todos nosotros la demostración de que ésta fue indiscutiblemente una transición a la democracia exitosa que recuperó el sentido de unidad que años antes atrofió el fascismo; al tiempo que sepultó al nazismo en lo más hondo del piso que hoy caminan sus ciudadanos en la apacible capital alemana. Antes, pero más después de la construcción del adefesio de concreto y acero, que aún podemos recorrer en algunas de sus partes, se vivió y sufrió la separación real y objetiva de familias, parejas y amigos, que dejaron de verse por más de dos décadas. La sociedad civil, que no era reconocida por el socialismo real como tal, como no lo era tampoco la democracia representativa, se impuso a la STASI y al resto del aparato represivo de la RDA. La Ostpolitik que buscó el acercamiento con Alemania del Este y que fue ideada por Willy Brandt, finalmente tuvo éxito y con ella la transformación de Alemania y el mundo.
Para lograr una transición democrática efectiva, Alemania se valió de la base estatal existente en la RFA, así como del modelo económico que hoy ha transformado a este país en una de las cinco potencias globales y la primera de Europa. En efecto, la caída del socialismo real fue un triunfo de una estrategia, fundamentalmente encauzada por Brandt y que causó una gran polémica entre la derecha y la izquierda del influyente Partido Socialdemócrata Alemán; pero que en su concreción demostró ser históricamente correcta y políticamente efectiva, a grado tal que encontró en Mikhail Gorbachev, último líder de la URSS (por cierto, aclamado calurosamente el pasado 9 de noviembre aquí en Berlín) a un aliado estratégico para la transición alemana. También demostró que el sistema de Estado prevaleciente en la zona occidental de Alemania era lo suficientemente fuerte como para resistir y encarnar esta transformación hacia la democracia plena, dejando detrás el Estado represivo heredado por el estalinismo. Toda una lección para la transición mexicana (hoy con un Estado en el ocaso) que no deja de dar pasos para atrás.
En este sentido, la dolorosa separación y después la jubilosa y generalizada celebración por la unificación en 1989, así como su rememoración en su 25 aniversario, significan dos cosas fundamentales: que las nuevas generaciones de alemanes se encaminan hacia la culminación del trauma que ocasionó primero el terror nazi y luego, el totalitarismo estalinista. De tal forma que en este movimiento los alemanes se han ido deshaciendo, a la vez, del nazismo heredado como parte de un acontecimiento con una grave carga de culpa colectiva incluida, así como de la tiranía soviética que tanto daño y opresión causó a Europa, principalmente. El proceso alemán es ciertamente un caso paradigmático de cómo pavimentar lo mejor posible el camino hacia la transición política. Los pendientes de Alemania en varios temas aún son muchos, pero lo que no se puede negar es cuánta felicidad puede causarle a la gente el éxito de la política, entendida ésta como el espacio al que la opinión pública pertenece para valerse de ella a fin de garantizar sus derechos y deberes democráticos. Esto es un valor agregado para la buena marcha de un sistema político, que con ello garantiza su funcionalidad y su consolidación.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
Twitter:@JLVAldesUgalde
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