José Luis Valdés Ugalde 28/06/2015
El último ataque racista en Estados Unidos, en Charleston, Carolina del Sur, en una de las iglesias negras más antiguas del sur, un símbolo en la lucha por la igualdad racial atacado en numerosas ocasiones en la historia, nos obliga a retomar preguntas que han aparecido con frecuencia en el debate de las ideas políticas y filosóficas.
Más aun, si atendemos a aquello que John Stuart Mill denominó como “la moralidad de la nación” entendida ésta como una expresión de la fusión entre el poder del Estado y el mandato ciudadano: o bien, la relación equilibrada que en democracia debe haber entre poder y legitimidad con el propósito de beneficiar el bien colectivo. Esta compleja condición democrática en sus versiones más acabadas plantea una pregunta: ¿nos permite, a la luz de éste y de otros eventos de igual importancia en otras latitudes nacionales, afirmar que moral y éticamente el ser humano ha mejorado?
¿Somos los seres humanos instintivamente racistas como especie y como una forma de preservar nuestra condición particular; y renegamos del diferente, pero no de la diferencia? ¿Es un componente de la naturaleza humana temer a lo ajeno, a la otredad? Si es así, la idea central de preservación que el darwinismo propuso en el estudio de la convivencia entre especies, ¿se puede aplicar a la especie humana? El supremacismo racista, los guerreros raciales, ¿son una excepción o representan una extensión de la conciencia WASP, que no siempre expresa con claridad su fobia, “su racismo latente”, como dijo Obama, frente a la otredad y que, normalmente, aparece en la forma de actos “espontáneos” que no lo son tanto? Creo que en la fórmula política enunciada en líneas anteriores se encuentra el único espacio de partida para plantear racionalmente la solución a una crisis moral que afecta tanto a EU como a otras geografías del mundo occidental y no occidental.
En los tiempos más críticos de la segregación racial estadunidense en el siglo pasado, se montó un sistema de apartheid tan cruel como el sudafricano y cuyo propósito era suplantar al de la esclavitud. En el nombre de éste actuó el asesino de Charleston, Dylan Roof. Este joven blanco, de apenas 21 años, declaró que tenía “que cumplir una misión”, ya que la población negra se estaba apoderando del mundo y además “era estúpida”. Roof se agrega a la lista de perpetradores de crímenes raciales en nombre de la superioridad de la raza. La cuestión es si con el tiempo, desde que ocurriera la Guerra de Secesión, se ha logrado eliminar o detener el racismo y cancelar para bien esa etapa oscura que sufrió EU. Dados los cada vez más frecuentes crímenes raciales, el dramático incremento de grupos que instigan el odio racial, las armas que gracias a la segunda enmienda constitucional se les permite a los estadunidenses con mayoría de edad portar; estamos ante un coctel explosivo de enorme peligro por la manera en que se generalizará. Creo que Estados Unidos no se ha curado aún del racismo. Lamentablemente, la llegada de Obama al poder ha proyectado en forma por demás explícita y megalómana el odio y racismo ocultos en sectores de la “América profunda”, en lugar de asumirlo como un hecho celebratorio y un preámbulo a la total modernidad política. Creo también que la sociedad, la clase política y la Suprema Corte harían bien en debatir pronto el tema y convertir en delito de cárcel cualquier llamado o insinuación, verbal o de hecho, que promueva el odio racial, tal y como hace poco lo hiciera Donald Trump y como lo sigue haciendo el sector ultraconservador de la derecha política estadunidense cuando se refiere a los mexicanos y latinos en EU. Para empezar, se tiene que suprimir la bandera confederada en Carolina del Sur, que lo único que despierta y provoca, aparte del insulto artero a la población negra, es la reaparición del pasado más oscuro de la historia estadunidense: la esclavitud y todas las infamias que heredó. La salida del racismo “instintivo”, así como lo fue la de la “personalidad totalitaria” que Adorno reseñó brillantemente en el libro del mismo nombre, se podrá producir sólo cuando se logre un arreglo institucional democrático que enmarque, legisle y acote las conductas y las “tradiciones” que, está visto, están provocando una guerra intestina cada vez más brutal en EU.
El último ataque racista en Estados Unidos, en Charleston, Carolina del Sur, en una de las iglesias negras más antiguas del sur, un símbolo en la lucha por la igualdad racial atacado en numerosas ocasiones en la historia, nos obliga a retomar preguntas que han aparecido con frecuencia en el debate de las ideas políticas y filosóficas.
Más aun, si atendemos a aquello que John Stuart Mill denominó como “la moralidad de la nación” entendida ésta como una expresión de la fusión entre el poder del Estado y el mandato ciudadano: o bien, la relación equilibrada que en democracia debe haber entre poder y legitimidad con el propósito de beneficiar el bien colectivo. Esta compleja condición democrática en sus versiones más acabadas plantea una pregunta: ¿nos permite, a la luz de éste y de otros eventos de igual importancia en otras latitudes nacionales, afirmar que moral y éticamente el ser humano ha mejorado?
¿Somos los seres humanos instintivamente racistas como especie y como una forma de preservar nuestra condición particular; y renegamos del diferente, pero no de la diferencia? ¿Es un componente de la naturaleza humana temer a lo ajeno, a la otredad? Si es así, la idea central de preservación que el darwinismo propuso en el estudio de la convivencia entre especies, ¿se puede aplicar a la especie humana? El supremacismo racista, los guerreros raciales, ¿son una excepción o representan una extensión de la conciencia WASP, que no siempre expresa con claridad su fobia, “su racismo latente”, como dijo Obama, frente a la otredad y que, normalmente, aparece en la forma de actos “espontáneos” que no lo son tanto? Creo que en la fórmula política enunciada en líneas anteriores se encuentra el único espacio de partida para plantear racionalmente la solución a una crisis moral que afecta tanto a EU como a otras geografías del mundo occidental y no occidental.
En los tiempos más críticos de la segregación racial estadunidense en el siglo pasado, se montó un sistema de apartheid tan cruel como el sudafricano y cuyo propósito era suplantar al de la esclavitud. En el nombre de éste actuó el asesino de Charleston, Dylan Roof. Este joven blanco, de apenas 21 años, declaró que tenía “que cumplir una misión”, ya que la población negra se estaba apoderando del mundo y además “era estúpida”. Roof se agrega a la lista de perpetradores de crímenes raciales en nombre de la superioridad de la raza. La cuestión es si con el tiempo, desde que ocurriera la Guerra de Secesión, se ha logrado eliminar o detener el racismo y cancelar para bien esa etapa oscura que sufrió EU. Dados los cada vez más frecuentes crímenes raciales, el dramático incremento de grupos que instigan el odio racial, las armas que gracias a la segunda enmienda constitucional se les permite a los estadunidenses con mayoría de edad portar; estamos ante un coctel explosivo de enorme peligro por la manera en que se generalizará. Creo que Estados Unidos no se ha curado aún del racismo. Lamentablemente, la llegada de Obama al poder ha proyectado en forma por demás explícita y megalómana el odio y racismo ocultos en sectores de la “América profunda”, en lugar de asumirlo como un hecho celebratorio y un preámbulo a la total modernidad política. Creo también que la sociedad, la clase política y la Suprema Corte harían bien en debatir pronto el tema y convertir en delito de cárcel cualquier llamado o insinuación, verbal o de hecho, que promueva el odio racial, tal y como hace poco lo hiciera Donald Trump y como lo sigue haciendo el sector ultraconservador de la derecha política estadunidense cuando se refiere a los mexicanos y latinos en EU. Para empezar, se tiene que suprimir la bandera confederada en Carolina del Sur, que lo único que despierta y provoca, aparte del insulto artero a la población negra, es la reaparición del pasado más oscuro de la historia estadunidense: la esclavitud y todas las infamias que heredó. La salida del racismo “instintivo”, así como lo fue la de la “personalidad totalitaria” que Adorno reseñó brillantemente en el libro del mismo nombre, se podrá producir sólo cuando se logre un arreglo institucional democrático que enmarque, legisle y acote las conductas y las “tradiciones” que, está visto, están provocando una guerra intestina cada vez más brutal en EU.
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