Los británicos, pero en su mayoría los ingleses y galeses (Escocia e Irlanda del Norte votaron en más de un 60% a favor de quedarse y Londres, metrópoli cosmopolita, también) le han dado un golpe potencial y latente, con su voto en contra de permanecer como miembro de la Unión Europea (UE), a la economía global. Al tiempo, se han dado un duro golpe a sí mismos.
26 de Junio de 2016
Estoy en contra de un mayor grado de integración,
pero nunca apearé a Gran Bretaña del tren europeo.
Margaret Thatcher, exprimera ministra.
De haber sido una nación de aventuras y conquistas (la pérfida Albión), vemos a un país en retirada, una nación isleña cada vez más y más pequeña. Lo verdaderamente duro está por venir. Por un lado, cuando la UE y Gran Bretaña (GB) negocien el “divorcio exprés” que ya demanda Bruselas y, paralelamente, cuando la nueva nación “independiente” (palabras del populista exalcalde de Londres y potencial candidato de la extrema derecha a primer ministro Boris Johnson) quiera reinsertarse al mundo de la geoeconomía y geopolítica mundiales.
El impacto exterior en su entorno de interés nacional inmediato vendrá cuando Escocia e Irlanda del Norte decidan emprender la retirada y separarse del Reino Unido (RU) y optar por pertenecer, ellos sí, a la UE. La primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, ya amenazó con iniciar un segundo referéndum para independizarse del RU. Lo que Der Spiegel (junio 24, 2016) ha denominado como una automutilación, más instintiva que racional, ha iniciado su desquiciada carrera el mismo día en que el populismo xenofóbico del político racista y líder del Partido Independentista británico, Nigel Farage, y de Johnson (el futuro Trump tory), han anunciado como un triunfo histórico. La UE no se salva de la crítica por no haber tenido nunca un plan abarcador de integración y otro de gradual contención de las fuerzas centrífugas de los extremismos egocéntricos eurófobos de izquierda, pero principalmente de derechas, entre algunos de los 28, que bien podrían ver esto como su oportunidad para consagrar su fobia antieuropeísta y retirarse del club. No obstante esto, la irresponsabilidad histórica de los dos líderes británicos y socios es enorme, toda vez que condujeron su campaña por el “leave”, con marrullerías y mentiras, que iban desde anunciar el fin de la soberanía económica británica, a prevenir a los británicos (viejitos) acerca de la invasión de las hordas de migrantes que arrasarían con los restos inmaculados y legendarios de la pérfida Albión. Resulta que la segunda gran potencia europea optó exitosamente por someterse al odio y la nostalgia, gracias a un antiguo proceso de ósmosis cultural: se apeló a una narrativa de temor a los extranjeros como divisa del voto democrático. Triste y dramático, pues nos recuerda los lamentables tiempos del nazismo. Los que aprendimos de la sólida tradición intelectual británica, hoy nos consternamos por esta autodegradación, antitética, frente a su notable historia política.
No es menor la responsabilidad de David Cameron, el derrotado primer ministro, quien, como dice Felipe González, “incendió la casa para salvar los muebles y se quedó sin casa y sin muebles”. Se trata tristemente del político del que más mal recuerdo se tendrá en GB y en la UE por haber bajado a GB del “tren europeo” (Thatcher, más conservadora que él, pero pragmática, no lo intentó siquiera). Su estrategia fue fallida. En aras de proteger intereses personales y de partido, en 2015 ofreció a los británicos un referéndum que en forma soberbia creía poder ganar. Lo perdió y hundió a GB en una larga incertidumbre de la que seguramente saldrá fracturada. La monarquía y la mayoría de la clase política británica ya lo tendrían catalogado como su gran enemigo, pues además de las implicaciones ya mencionadas, éste también puede ser el fin de la legendaria monarquía.
Por último, el resultado: 51.9% contra el 48.9% perdedor muestra a una nación partida en dos pero, además, representa una bofetada a las nuevas generaciones. El 60% de jóvenes de entre 18 y 24 años votaron por quedarse, mientras los votantes de entre los 50 y 65 años votaron, entre 48% y 60%, por salir. La votación la definieron los mayores de 50 años, quienes condenaron a los jóvenes en sus 20 y 30 a un mañana sin futuro. La población a la que le quedan en promedio 20 años de vida ganó por sobre aquella a la que le quedan 50 años por vivir. Paradójico: los viejos, que no tienen por qué querer garantizar su futuro, les negaron el mismo a sus hijos y nietos de todos los territorios del reino.
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