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La nación de los lujos

¿Por qué ese lujo de darnos tantos lujos en esta República tan ávida y escasa de un sistema político de deliberación y participación democrática que haga justicia a la creciente demanda de la sociedad política por mayor equidad y justicia?

15 de Octubre de 2017

Para Leonardo Curzio, ¡bella figura!

Ante las oportunidades perdidas por tanta traición de la espesa clase política a la patria/matria, se agrega de nuevo la máxima nefanda del autoritarismo de los ochenta: “No pago para que me peguen”, decía López Portillo. Paso seguido cortó el presupuesto a la publicidad estatal que se paga con el dinero de los mexicanos, al Proceso de Scherer. Ante el infortunio nacional, prácticamente en todos los frentes, el sistema que sigue encabezando una recalcitrante estirpe política (hoy raptado por Atlacomulco), arriesga la seguridad, la estabilidad y el bienestar de los mexicanos.

El amafiamiento sin límites del poder, evidenciado en altos índices de corrupción e ineficacia estatal, toca todas las fibras del sistema y atenta contra la soberanía nacional, toda vez que nos descobija, desde la ilegitimidad, frente a nuestros interlocutores externos. Pasando por las avenidas societales e institucionales cooptadas por los representantes populares, los árbitros y por nuestros poderes republicanos, hoy padecemos un muy peculiar sistema de codicia mesiánica. Muy típico de naciones castradas por su chovinismo dogmático y terco ante la necesidad de ocultar lo más turbio de la organicidad sistémica, derrotada por sí misma frente a su suicida encierro ante al desahucio (la patria es primero, México es más grande que sus problemas, etcétera) y que han sometido históricamente la voluntad de la gente, e incluso convertido la acción colectiva espontánea, en el coto de caza (pisoteo incluido) que nos arroja al terreno de la vulgaridad particular y colectiva. Todo lo cual nos obliga a “admitir cualquier cosa de este mundo, pero que no es lo bastante poderosa para hacernos admitir el mundo mismo” (Cioran).

Más notoriamente desde Díaz Ordaz, la decadencia sistémica (que hoy expulsó del oído público, a Aristegui, a Curzio) es la expresión de una descomposición lenta, enraizada en el ámbito de la plomería estatal, la cual no hemos querido desmantelar con el imperativo radicalismo cívico que merecería como respuesta la majadera censura de Estado. Claro, la excepción ocurre sólo cuando las crisis telúricas o las tragedias hacen resurgir de la ultratumba hispano-mexica motivos falsamente felices para el enaltecimiento patriótico. Lo peor, dicha censura se realiza en el nombre de un interés nacional, que muy pocos estamos dispuestos a seguir subsidiando.

Los lujos que México se da en muchos frentes que nos son deficitarios son nuestra perdición. Tal y como les pasa a los adictos, México se volvió adicto a la costumbre de no recordar. No es tanto un mero ejercicio de olvido; se trata de un problema de memoria histórica, de una falla geológica en el cerebro de la nación que nos sume y orilla a una dimensión imprecisa, pero que resulta ser un ámbito de enorme fragilidad en la que se asoma una sociedad solitaria y melancólica, frente a un Estado depredador y derrochador de política y economía, las cuales se vuelven vacías, en el ámbito mismo de la inequitativa distribución de los derechos y deberes. ¿Pensábamos en un Estado autoritario agonizante? ¿Hay diferencia entre la represión y censura del echeverriato y el peñismo, entre el golpe a Scherer y los golpes de hoy a estos y tantos otros comunicadores que han tenido peor suerte? Quizá la diferencia fue la rudeza innecesaria en aquel caso y la sutil (aunque también brutal, por sangrienta) operación limpieza usada en los últimos tiempos. Preguntemos, con Rosseau, a los celosos guardianes de este Estado: “¿Qué Estado puede esperar una eterna duración? Si queremos fundar algo durable, no pensemos hacerlo eterno.” En efecto, es su salud la que exige de sus habitantes seriedad y firmeza democrática. Decía Rousseau: “El organismo del Estado es obra de arte. No depende ni está en la facultad del hombre prolongar su vida, pero sí la del Estado, tanto como es posible, constituyéndolo del mejor modo”. Sin estos elementos, no hay Estado que pueda soportar su creciente ilegitimidad soberana y sin soberanía, simplemente no hay nación

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