Hitler jugó bien sus cartas en su época de
oro. Después de destrozar la República de Weimar en 1933, edificó, con la ayuda
de su gabinete del terror (Himmler, Goebels, Heydrich, Eichmann, Goering), un movimiento
político y social sustentado en la amplia base nazi fascista, a fin de anular
al parlamento y delegar en la burocracia fascista, sus caprichos totalitarios.
Más tarde, esto sería muy productivo: el líder se convertiría en emblema del
“movimiento” del que era un subproducto orgánico; sin él tener ninguna
responsabilidad directa en las decisiones que tomaba su círculo cercano, sobre
todo, aquellas relacionadas con la destrucción de las estorbosas instituciones
democráticas. El fascismo se construyó sin que el líder y mentor máximo del
mismo, tuviera responsabilidad en el detallado proceso práctico de
estallamiento de las estructuras político-económicas de Alemania.
Empero,
aunque el partido quedara a la cabeza de las decisiones, con el Führer como estandarte
del mismo, se debe de entender que esto no ocurría a la usanza de las prácticas
de la democracia liberal. El funcionamiento del partido y del liderazgo no era
regulado por la división de poderes, o por el escrutinio constitucional de las
decisiones del ejecutivo por parte del poder judicial. La inexistencia de los
pesos y contrapesos era evidente Para el brillante pensador político, Carl
Schmitt (The Concept of the Political, 1932 y The Crisis of Parliamentary
Democracy, 1923), y, además, teórico del fascismo, la característica del movimiento, componente funcional que
media entre el Estado y el Pueblo, se sintetizaba en que, según sus palabras,
el movimiento, “conduce, penetra y guía a los otros dos.” La parafernalia
legislativa y judicial era innecesaria toda vez que el líder estaba por encima
de los preceptos de estos dos poderes y en consecuencia del estado liberal
burgués y de sus instituciones republicanas. La consagración cuasi religiosa de
la autoridad del líder, lograda con base en el faro estratégico llamado
“movimiento”, volvió al líder esencia suprema de un liderazgo que aquí
llamaremos a-constitucional, pero legal. Paradójico, pero cierto: dada su
identidad con el movimiento el líder estaba por encima de la constitución. Estaba
más allá del bien y del mal. Su legitimidad jurídica, política y moral estaba
dada en esta forma de liderazgo dual (ser guía del Estado y del pueblo para
bien del movimiento y desde el movimiento),
no sujeta a ninguna ley constitucional: el liderazgo era supremo, y total.
Esta
construcción legal del Estado totalitario bajo Hitler, producido gracias y en
buena medida al apoyo intelectual que le dio Schmitt y a la eficiente
operatividad de la burocracia fascista, que se hacía cargo de todo, incluidos el
exterminio “legal” de judíos y otros grupos, y la edificación y fortalecimiento
del “movimiento”, constituyó el diseño legal más acabado que Estado fascista
alguno hubiera podido lograr sin paralelo en la historia de la política moderna.
Al tiempo que era un pasaporte para constituir un régimen cerrado en el largo
plazo, también lo era para emprender una cruzada de dominio en Europa y en el resto
del mundo. Un ejemplo de esta capacidad de liderazgo por parte de Hitler fueron
los acuerdos de Múnich del 30 de septiembre de 1938. En ellos, la Alemania
Nazi, logró embaucar a Neville Chamberlain, a la Francia de la tercera
república y al reino de Italia, para que aprobaran (bajo el chantaje de Hitler
de que se estallaría una guerra, que de todas formas estalló) la invasión del
llamado territorio “Sudeten alemán”.
En este territorio, que en realidad pertenecía a Checoslovaquia, vivía una
mayoría alemana en cuyo nombre Hitler operó para iniciar la expansión del Tercer Reich. El fascismo extendería
posteriormente sus garras sobre Hungría, luego Polonia y así hasta lograr la
destrucción de Europa. Recordemos aquí las palabras de Churchill, dirigidas a
Chamberlain: “Tuviste opción de escoger entre la guerra y la deshonra.
Escogiste la deshonra y tendrás guerra”.
Esto
viene a cuento debido a que nos describe cómo el ejercicio del poder
antidemocrático-i-liberal, dentro de los paramentos mismos de la democracia,
puede ocasionar, no sólo la destrucción de un pueblo y una civilización, sino
también la de cruzar las líneas rojas de las fronteras, todas, que separan y
unen a los pueblos del mundo. Pero, sobre todo, es ilustrativo de cuan riesgoso
es cruzar la misma línea roja en el ámbito nacional. Y de esto nos puede dar cuenta
el momento populista, autocrático-i-liberal que se vive en Europa y en la América de Martí y de Washington, y que es imperativo que
se le detenga en su temeraria expansión.
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