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Guerra y poder

 Históricamente la política ha quedado atrapada por la guerra. En su obra sobre la guerra, Clausewitz, escribió que la guerra era una continuación de la política por otros medios. Al menos en lo que se refiere a la política exterior de potencias como Estados Unidos o Rusia, esta afirmación se apega, puntualmente, a los hechos de guerra que hemos presenciado desde hace 17 años en Afganistán, Irak, Libia, Yemen y, ahora, en Siria e Irán. Si no fuera por la absoluta ceguera y torpeza de Donald Trump, no habríamos reparado en toda su dimensión, en cómo se da la utilización burda de un conflicto armado para lograr objetivos en la arena política. Para EU las guerras se han convertido en telas de araña: por un lado, no logran ganarlas del todo, no quieren perderlas y no consiguen acabarlas.

En cualquier caso, desde 1945 EU no ha logrado ganar ninguna gran guerra. Si al conflicto bélico en el Golfo Pérsico en 1991 se le puede llamar guerra, se acepta que EU ganó en esa ocasión aprovechándose de la enrome superioridad militar de su alianza internacional. Las épocas en que los presidentes estadunidenses se paseaban por los países dominados imponiendo sus términos, ya no son lo mismo en estos días. Asimismo, desde el 11 de septiembre de 2001, cuando ocurrieron los atentados terroristas en territorio estadunidense, fraguados por bin Laden e impecable y terroríficamente ejecutados por Al Qaeda, la naturaleza del enemigo cambió radicalmente y, en consecuencia, la esencia de la confrontación bélica que EU sostiene. De ser un contrincante estatal (como la antigua URSS), el enemigo pasó a ser un contrincante no estatal. Los enemigos a vencer han sido los grupos terroristas como Al Qaeda, Boko Haram o ISIS y ya no más los estados.

Desde 1979, en que la revolución islámica le permitió al ayatolá Ruholla Jomeini regresar del exilio en Francia y deponer al sha Mohammed Reza Pahlavi, las tensiones con EU han sido la constante. Esta tensión disminuyó cuando, en noviembre de 2013, EU, China, Rusia, Francia, el Reino Unido y Alemania, firman con Irán un acuerdo nuclear. Tehrán acepta reducir su proyecto nuclear a cambio de una reducción limitada de las sanciones económicas millonarias que pesan sobre Irán. Esta detente duró poco, toda vez que Trump decidió en 2018, en forma unilateral, salirse del tratado y presionó a los aliados a proceder en la misma dirección. La relación con Irán quedó a la deriva y este país respondió reanudando el enriquecimiento de uranio con los fines que considerara necesarios, incluída la producción de la bomba. El asesinato reciente del general, Qasem Soleimani, máximo comandante de fuerza de elite Quds de la temida Guardia Republicana, pone sobre la mesa múltiples interrogantes. La primera es que este es un acto de guerra en un tercer país y en contra de otro con el que no se está en beligerancia bélica y que fue y será usado por Trump con fines electoreros para reelegirse y para distraer la atención de los pormenores del proceso de destitución que está afrontando. En segundo plano, pero no menos importante, está la dimensión, potencialmente ilegal, de este asesinato: si su muerte se llevó a cabo o no por “asesinato” o “asesinato selectivo”. Esta última categoría se refiere a que el blanco es una amenaza terrorista potencial que entraña un riesgo de peligro inminente, que es lo que argumenta Trump, ergo, es un acto en “defensa propia”. Hasta que no se pruebe este elemental principio, este asesinato tendrá que ser concebido como un vil acto de terror de Estado. Lo último queda reforzado por el hecho de que Soleimani no era un actor no estatal: era miembro prominente de un aparato estatal, de un gobierno soberano, por lo tanto era un actor formal. El equivalente de este asesinato sería que se mandara matar al vicepresidente Mike Pence o a Mike Pompeo como consecuencia de hallárseles como potenciales responsables de una intervención militar. Las consecuencias del asesinato selectivo ordenado por Trump se verán con más claridad, más adelante, tanto en el plano de la seguridad de ese país y algunos de sus aliados, como en el del proceso electoral estadunidense. Lo cierto es, como apuntó Sun Tzu, que un verdadero estratega hubiera optado por “vencer sin combatir”. Está claro que Trump es la antítesis de ese estratega.

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