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Los otros y nosotros

El populismo, soberanista y autocrático e incluso aidelológico, se vale de muchas muletas para sobrevivir a sí mismo. Es, básicamente, pragmático.

Es un hecho que el éxito de la internacional populista se basa en la existencia de una masa multiclase salvajemente pauperizada por un capitalismo financiero de casino y hasta hoy imparable, y que ha sido desatinadamente acogido por el proceso globalizador.

La globalización irracional provocó un proceso generalizado de inequidad económica y de oligarquización de la sociedades; también le quitó legitimidad a aquella y engendró un neonacionalismo excluyente y rudimentario que, por más que evidencie la crisis de la democracia, es inaceptable toda vez que es acompañado por liderazgos intolerantes, antipluralistas y potencialmente totalitarios que hacen descansar su narrativa en la exclusión de una otredad (lo ajeno, lo opuesto, lo disidente), la cual representa una anomalía a destruir, una amenaza al debate transformador democrático que obligatoriamente se tendría que estar dando en nuestras sociedades. Si las contradicciones económicas, político culturales de la globalización en las que descansa este debate no se superan, entonces no podremos aspirar a la recuperación de las formas y relaciones equilibradoras que, en su sentido más clásico, la democracia ofrece. Se trata de un planteamiento críticamente necesario para el tema que nos ocupa.

La presencia de la izquierda antidemocrática y de corte autocrático, representada por Morena y sus escalofriantes sandeces, nos ha hecho volver a discutir asuntos básicos sobre la democracia, que creíamos superados, desde que se medio inició la transición a la democracia a inicios de este siglo y que más bien fue una alternancia hoy de plano fallida.

Retomar esta discusión es más urgente a la luz de la propuesta de Morena del 19 de mayo por desaparecer más de 40 fideicomisos, de los que dependen múltiples nodos de producción cultural y científica. Tal y como lo dice el mensje de la comunidad científica nacional en respuesta a esta movida y que cito y suscribo, se recibe con sorpresa la iniciativa: “Esta iniciativa argumenta en favor de que se extingan los fideicomisos y fondos sin estructura orgánica, cuyo manejo —arguye— ha sido supuestamente opaco. De ser aprobada esta iniciativa, decretaría la modificación de ciertas leyes, con lo que quedarían extintos los mencionados fideicomisos y fondos arriba mencionados. Para el caso de la ciencia y tecnología, estos cambios entrañarían la extinción o modificación de todos los fideicomisos y fondos que apoyan el desarrollo de la ciencia en México, incluyendo los Fondos de Investigación del Conacyt (del que forma parte el Fondo Institucional); los Fondos Sectoriales establecidos con las Secretarías de Estado; los Fondos Mixtos establecidos entre el Conacyt y los gobiernos de los Estados, así como los fideicomisos que apoyan el funcionamiento de centros de investigación como los centros públicos de investigación y el Cinvestav”. Si alguien dudaba de que en este gobierno se han empeñado, de la cabeza a los pies e intestinos del Estado, en la destrucción institucional, he aquí una demostración.

Y de pasada una expresión de vulgar desprecio por la producción del conocimiento y la creación cultural.

Si con lo anterior se evidencia que el partido dominante trae pleito en sus líneas, sólo hay que agregar el exabrupto que el pasado 18 de mayo se aventó Alfonso Ramírez Cuéllar, quien propuso que el Inegi tenga la facultad de medir el patrimonio financiero e inmobiliario de los hogares mexicanos. La idea: hacer una medición a la concentración de la riqueza a nivel nacional y el acceso a las cuentas del SAT. Esta idea mereció la respuesta de los juristas: Diego Valadés afirmó que esta iniciativa “no tiene en cuenta que la seguridad jurídica es un principio constitucional básico de toda democracia”, y continuó, “si la Constitución fuera reformada en el sentido que se propone, el Estado mexicano se convertiría en un Estado policial”.

Ciencia, tecnología y cultura como cotos de caza para posicionarse autoritariamente en el poder, por una clase política mediocre y corrupta moralmente, que sólo intenta ser consecuente, en forma abyecta, con el discurso excluyente de AMLO. El 1984 de George Orwell como crítica a la autocracia estalinista, se nos reaparece temerariamente en la forma de esta transición platanera e ignorante, encabezadas por los representantes del pasado más decadente de la historia política.

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