En esta columna hemos sostenido que Donald Trump es un hombre enfermo. Enfermo de ira y de mediocridad maligna. Acomplejado por su mediocre trayecto como empresario que, en el mejor de los casos, se ha dedicado a quebrar empresas y a ocultar sus finanzas personales, más que a conducirse como un visionario. Lo mismo ocurre en su accidentado devenir como estadista. La pobreza y vulgaridad de su gestión la reconocen en silencio hasta sus propios pares autócratas, como Vladimir Putin.
En el medio de un desastroso manejo de la pandemia y de su obscena desfachatez al manejar las protestas raciales con enorme desaseo, este presidente apuesta por el juego sucio con tal de ganar la reelección. Paradójicamente, sus seguidores reconocen este juego sucio como un acto de reivindicación a su dignidad mancillada por el establishment político y de la cual Trump, supuestamente, los querría rescatar, tal y como lo afirma Thomas Friedman en su más reciente colaboración, Who can win America´s Politics of Humiliation?, (New York Times, septiembre 8 de 2020).
Dicho sea de paso, no es, en mi opinión la de la reivindicación ante tal humillación, el único elemento que explica el éxito relativo del control de Trump sobre su base social. Los humillados por Trump representan hoy ya un enorme ejército de votantes en potencial disidencia en su contra, tal y como lo estamos viendo en las protestas callejeras, entre las cuales destacan ciudadanos afroestadunidenses, numerosos colectivos de mujeres, veteranos de guerra y población joven. Ya hemos dicho aquí que una de las características centrales del carácter de Trump es su perversión política, muy representativa de una personalidad egomaniaca como la que ostenta el presidente estadunidense y la cual le ha sido sumamente útil para lograr sus objetivos
En este sentido, su apuesta instrumental va encarrerada en dos pistas sumamente peligrosas: fortalecer al supremacismo blanco que actúa disfrazado de base social trumpiana, pero que en realidad está gobernado por tácticas de provocación violentas muy peligrosas, las cuales rallan en el paramilitarismo; su amenaza de no reconocer los resultados electorales en caso de que no lo favorezcan o, bien, de aprovechar la estrecha ventaja que le den los comicios el 3 de noviembre y declararse ganador sin esperar a que lleguen los votos ausentes, adelantados y por correo, los cuales, arguye tramposamente el autócrata presidente, son segura razón del fraude electoral que se avecina en su contra. Más paranoia impostada, ni Hitler.
Estamos ante un momento inédito en la vida democrática de EU. Presenciamos una presidencia tramposa y abocada a cometer un fraude electoral de dimensiones no conocidas. Es de especial cuidado que el presidente asuste con el petate del muerto. Les ha dicho sin parar a los estadunidenses que el voto postal (una modalidad instituida en el sistema electoral desde siempre) sería una forma de imponer un fraude electoral. Todo lo cual está encaminado a generar el miedo del votante que ante la duda, se abstendría. El otro elemento intimidatorio es obstruir, junto al Senado republicano, la ayuda de 26 billones de dólares para que el servicio postal de EU (USPS, por sus siglas en inglés) para que en este periodo de pandemia y ante el momento electoral, pueda ser capaz de distribuir el voto ausente y por correo que tradicionalmente se colectiviza por este medio.
Estás tácticas, junto a la orden ilegal de mandar a los sheriffes a las casillas el día de la votación, tienen como fin coaccionar el voto. Trump y sus aliados saben que entre más se fomente la abstención, más probabilidades tiene de no perder la elección, a diferencia de Biden, quien está apostando por una amplia participación ciudadana para hacer posible su arribo a la presidencia. Esta es la asimetría democrática que priva entre las fuerzas políticas estadunidenses. Una apuesta por la vía de la trampa a fin de tener una participación ciudadana constreñida por el poder del Ejecutivo y una parte del legislativo, a cambio de asegurar el triunfo en el Colegio Electoral. Mientras que la otra fuerza, apuesta por la participación masiva y diversa de un público electoral (con mucho énfasis en los indecisos) al que asumen como harto de las trampas del trumpismo. El próximo 15 de septiembre aparecerá a la venta el último libro del periodista Bob Woodward, Rage, en el que muestra como la patológica y cruel obsesión mitómana (algo ya denunciado en otros textos, como el que publicó su sobrina, Mary L. Trump: Too Much and Never Enough. How my family created the world´s most dangerous man) de Trump, con motivo del coronavirus ha causado una de las peores olas de muerte no calculadas en la historia de EU. En todo caso, la enfermiza obsesión de Trump por el poder ha enturbiado como nunca antes el proceso político estadunidense.
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