Tal y como lo demostró el reciente conflicto entre Israel y los palestinos (lleva 73 años), del cual se acaba de obtener un raquítico alto al fuego después de 11 días de piromanía de parte de dos actores cada vez menos confiables, el conflicto y la inestabilidad en el Medio Oriente no da muestras de disminuir en intensidad ni en complejidad.
Tanto este conflicto como la continua guerra en Yemen y la fricción continua entre Arabia Saudí e Irán, amenazan con desestabilizar aún más la región. Aun cuando Biden ha intentado restaurar la coherencia en su política hacia la zona, la contención frente a China se mantiene como el eje central de sus preocupaciones internacionales.
El esfuerzo de EU se redobla no sólo por la existencia de China como rival geopolítico, sino por el hecho de que Beijing pretende jugar un papel más importante en Oriente Medio. Prueba de esto son los lazos cada vez más estrechos que China forja con algunos países a través de su Iniciativa de la Franja y la Ruta, así como la consolidación de acuerdos de cooperación, como el acuerdo de inversión de 25 años con Irán. En el contexto actual, en que EU está de regreso y dispuesto a ejercer la parte de dominio geopolítico, que ha labrado críticamente, es pertinente lanzar la pregunta de cómo la creciente influencia china en la región afectará los intereses de Estados Unidos y otros actores.
Pareciera que los caminos de Washington se cruzan con los de Beijing, ambos actualmente ocupados (junto con el resto de los países del Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas y a Alemania) a revivir el acuerdo nuclear con Irán y que tiene como intención atenuar los riesgos regionales que Irán representa para la política hegemónica de Estados Unidos. En el documento que nutre este análisis, Annual Threat Assessment of the US Intelligence Community, se bosqueja la preocupación de Washington con Irán: “Irán presentará una amenaza continua a los EU y los intereses aliados en la región, toda vez que intenta erosionar la influencia estadunidense y apoyar a las poblaciones chiitas en el exterior, afianzar su influencia y proyectar su poder a los Estados vecinos.
Aunque la deteriorada economía iraní y su pobre reputación regional presentan obstáculos para este objetivo, Teherán intentará una variedad de herramientas —diplomacia, expansión de su programa nuclear, ventas y adquisiciones militares (entre otros, a Hamás, en Palestina y Hezbollah, en Líbano)— para avanzar en sus objetivos. Estamos atentos a que Irán asuma riesgos que puedan escalar las tensiones y amenacen a Estados Unidos y los intereses de sus aliados en el próximo año”.
Hasta aquí la declaración acerca de la amenaza que representa Irán en términos político-militares. No es de extrañar la importancia que Biden le está dando a revivir el acuerdo nuclear. Reincorporar a Irán al mismo conduciría a disminuir, relativamente, la amenaza que Irán supone. Washington ya tiene en Netanyahu al chivo en cristalería que le está erosionando los precarios consensos en el partido demócrata y en el Congreso, en donde, por otro lado, parece empezar a gestarse un cambio de postura histórico en la política hacia Israel.
La saña y la presencia del expansionismo de un nacionalismo étnico de extrema derecha, al tratar la cuestión palestina, así como la embriaguez para-militar y ausencia total de estrategia política de Hamás, hace cada vez más urgente aplacar a Irán y evitarse padecer a otro elefante en la frágil antesala del conflicto.
Esta estrategia sería la más inteligente para lograr sentar a negociar a los principales actores del conflicto con el padrinazgo de Irán e Israel. Empero, un pacto nuclear exitoso en Irán tendrá que pasar por un cambio urgente en la política interna de Israel y esto incluye la salida de Netanyahu y sus halcones del poder.
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