Vivimos tiempos vandálicos en la política. Lo que sorprende más es que este vandalismo provenga del corazón mismo de los sistemas políticos. No siendo esto nuevo, sí es novedoso el hecho de que se esté haciendo de la manera en cómo lo estamos padeciendo.
Si miramos el trumpismo y sus nefastas secuelas, concluimos que este vandalismo ha sido ejecutado y animado por actores políticos no democráticos, que se instalan en el poder con la idea de perpetuar un concepto arcaico de acción política, más cerca del barbarismo narrativo y práctico que de la civilidad política que demanda la democracia. El modelo que siguen, indistintamente de la ideología en cuestión, es autocrático.
Es decir, autoritario y personalista y con enormes expectativas autoritarias y tiránicas: se trata de liderazgos que se valen de la democracia para, una vez en el poder, hacerla retroceder en el tiempo de la política moderna. Se trata de un vandalismo operado desde el poder del Estado, tal y como pudimos atestiguarlo cuando las hordas trumpistas irrumpieron con violencia inusitada en el seno mismo del poder legislativo de Estados Unidos.
La humanidad ha vivido intrigada por la emergencia y posterior existencia de la tiranía. En 1590, Shakespeare planteó la muy vigente pregunta central a esta encrucijada: ¿cómo es posible que todo un país caiga en las manos de un tirano? O, como lo dijo el ilustre académico escocés del siglo XVI, George Buchanan, sobre el pueblo gobernado: “un tirano gobierna a los dóciles”.
Vale la pena indagar, como lo hace Buchanan, acerca del dilema de las instituciones, las cuales están pensadas para proteger a la sociedad de aquellos que gobernarán, “no para su país, sino para ellos mismos, quienes toman en cuenta no el interés público, sino el placer propio.” ¿Bajo qué circunstancias estas atesoradas instituciones de pronto se muestran frágiles? Shakespeare se preguntaba también, ¿por qué tanta gente aceptaba ser engañada? Y aquí nuestro autor entra fascinantemente en materia cuando indaga por qué figuras grotescas como Ricardo III o Macbeth ascienden al trono
Tal desastre, nos sugiere el dramaturgo inglés, no puede ocurrir sin que haya una amplia complicidad e indolencia societal. Sus obras muestran los mecanismos sicológicos que llevan a una nación a abandonar sus ideales e incluso su interés y amor propio. A través de todas sus obras sobre el poder (muchas), el autor parece preguntarse ¿por qué cualquier individuo de una sociedad puede ser embaucado por un líder claramente incapaz, peligrosamente impulsivo, viciosamente intrigante o indiferente a la verdad? ¿Por qué, en algunas circunstancias, la evidencia de mendacidad, crudeza o crueldad sirven, no como una desventaja fatal, sino como una seducción para atraer a apasionados seguidores? O, ¿por qué en otras circunstancias, gente que se respeta a sí misma se somete a la alegre insolencia de un tirano?
Con frecuencia, Shakespeare describió el trágico costo de esta sumisión: la corrupción moral, el desperdicio presupuestal o la pérdida de vidas. Se trata de la pérdida de dignidad civil y humana. La pregunta obligada de nuestros tiempos vandálicos: ¿existe alguna forma para detener la ilegalidad y el dominio arbitrario, antes de que sea demasiado tarde y de esta manera prevenir la catástrofe civil que esta forma de tiranía invariablemente provoca?
El vandalismo político se padece primeramente en código narrativo, cuando en el discurso del poder encontramos un total desprecio por el respeto a la diferencia. Lo encontraremos posteriormente en la satanización y persecución de los otros, sobre todo de aquellos que no se callan y se atreven a cuestionar la mesiánica verdad oficial. También se padece cuando se atenta en contra de las instituciones republicanas toda vez que estorban los impulsos voluntaristas del líder autoritario. La única forma posible por detener esta agresión desde el poder omnímodo es exigir masivamente y sin vacilaciones el respeto a la inclusión democrática, cueste lo que cueste.
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