Todo se puede sofocar en el hombre,/ Salvo la necesidad de absoluto que sobrevivirá/ A la destrucción de los templos, E incluso a la desaparición /de la religión sobre la tierra.
E.M. Cioran
Si Estados Unidos pretendía preservar su hegemonía dentro del precario balance de poder global que instaura desde 2001, cuando invade Afganistán, ¿ya se habrá dado cuenta de que fracasó en el intento? Con la triste entrada de los talibanes a Kabul y a Afganistán, todo en el mismo año en que se cumplen 20 de los atentados terroristas contra Estados Unidos, razón que se esgrimió, también hace 20 años, para tomar la equivocada decisión de George W. Bush de invadir ese país, se materializa un fracaso histórico de dimensiones trágicas. En efecto, la 20ª conmemoración del 11 de septiembre se acompaña del fracaso sociopolítico y cultural histórico más estrepitoso que Estados Unidos sufre después de la derrota en Vietnam. La desolación que hoy acompaña a las mujeres y niñas de Afganistán es similar a la que acompañó a millones de estadunidenses cuando los atentados apagaron la llama de la libertad de la estatua del mismo nombre en Nueva York. Y todo esto por la negligencia de una clase política irresponsable, encabezada por George W. Bush, quien incitó a la guerra con propósitos vulgarmente electoreros e invadió Afganistán e Irak. Hoy el clima sociocultural es muy parecido al que sufren los afganos dejados atrás por este impulso egoísta de EU al que vivió su propia sociedad la mañana del 11 de septiembre de 2001.
En aquel día y en años ulteriores, hasta hoy, la vida toda en Estados Unidos cambió radicalmente a raíz de los atentados. La sociedad perfecta en la nación perfecta fue penetrada por la amenaza externa: “hemos perdido la inocencia” fue quizá la expresión más representativa de entre las muchas que surgieron de las llamas el mismo día del atentado y muestran la pérdida que significó para los estadunidenses este desenlace. Después del 11 de septiembre los estadunidenses han mostrado tener más pavor a la pérdida de control que a la muerte (de aquí, quizá, su increíble ceguera estratégica en Afganistán).
Su pasmo se desprende fundamentalmente de la idea de que se habían sumido en un futuro apocalíptico que si bien había sido plasmado estéticamente, virtuosamente por los medios masivos y el mundo de la ficción literaria y cinematográfica al interior de la cultura iconográfica estadunidense, la sociedad en ese país no estaba preparada para afrontar un mundo tan real como el que se le presentó en forma tan contundente en esa fecha. Al igual que en el mundo entero ocurrió, ahora nos percatamos de la profundidad de las implicaciones que el acto terrorista provocó en la convivencia social, en la cotidianidad y en el reconocimiento de los otros en prácticamente todas las sociedades civilizadas del globo.
Como hace veinte años, no hay palabras que puedan hacer justicia histórica ante la pérdida: en palabras de la periodista Janny Scott, ante el 11 de septiembre “no hay palabras que puedan calmar las almas de los vivos y los muertos. No hay palabras que puedan expresar lo que la ciudad vivió; no hay palabras que puedan transmitir el pesar colectivo. En tal día, en tal tiempo, las palabras no harán nada. No habrá palabras originales”.
Por otro lado, es innegable que el contexto mediato de los criminales atentados terroristas, creó un clima propicio para elevar la tensión prexistente en el ordenamiento global. A veinte años de ese gran acontecimiento trágico el conjunto del sistema internacional no se puede suscribir del 11 de septiembre como un parteaguas histórico. Todo cambió y nadie aprendió.
La sociedad civil quedó expuesta como siempre a los estragos de las malas políticas de los grandes poderes. El gran fracaso táctico de Washington en su veloz retirada de Afganistán es la evidencia de esto: de la pérdida de memoria histórica que persigue a Estados Unidos y sobre lo cual nos lamentamos todos, pues, de alguna manera, es la memoria que nos hereda la todavía potencia dominante del sistema internacional. Por ahora.
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