La caída de Pedro Castillo no se ha debido al hecho de que fuera un maestro rural desfavorecido por la clase alta peruana, por lo demás una de las más racistas del continente. Se debió a que era y es un político improvisado que llegó al poder de chiripa y con serios problemas de legitimidad. Sus limitaciones políticas no fueron obstáculo para que, en votación muy estrecha, los peruanos votaran por él y lo llevaran a la presidencia. No obstante, de principio a fin cometió pifias, la última de las cuales fue su decisión de disolver el Congreso y por entero los poderes de la república peruana, en lo que se ha considerado (salvo por AMLO, Petro, Arce y Fernández) como un flagrante autogolpe de Estado que provocó la crisis que estos días sufre el Perú, en estos momentos adentrándose al estado de emergencia y a la pérdida de vidas (17 hasta la escritura de este ensayo). A Castillo le faltó oficio de estadista en esa decisión contra el Congreso (o lo entramparon y drogaron como rocambolescamente insinuó) y, si además, se corrompió, como indica el juicio que la Fiscalía le sigue (la Fiscalía ya abrió 54 causas y ya pidió 18 meses de prisión preventiva para el exmandatario, lo cual le deja poco margen de maniobra para salir libre), entonces su caída es entendible. Sigue aún por rebelarse mucha información y no dudo que haya tenido resistencias de sectores recalcitrantes del sistema de representación tan pulverizado que representa la cámara de diputados: Perú tiene un sistema unicameral y, quizá hoy más que en el pasado, está pagando el precio de la inexistencia de un Senado republicano que coadyuve a los urgentes contrapesos del poder que el Perú requiere (por otra parte está su crisis constitucional), pero es que, hasta su propio partido, Perú libre, lo desconoció, no se diga el conjunto del Congreso, que en su mayoría votó por la destitución. No deja de ser paradójico que Castillo haya terminado rodeado de la ultraderecha como su principal apoyo en el círculo íntimo del presidente.
Lo cierto es que Perú, predominantemente el Perú sureño, donde Castillo cuenta con una base electoral rural e indígena sumamente combativa, está hoy, en abierta rebelión. La crisis peruana, de la cual Castillo es su más reciente expresión tiene una larga data que trasciende su presidencia. No es una crisis momentánea que responda sólo a una situación concreta (el autogolpe); se trata, en todo caso de una crisis que tiene antecedentes desde 1992 cuando Fujimori ejecuta su propio autogolpe; la crisis de Castillo responde a una profunda condición subjetiva, de ahí la dimensión sublime que ha secuestrado a los mandatarios arriba mencionados, así como a sectores de la seudoizquierda latinoamericana, que de autocrítica no tiene nada. ¿Por qué se inmoló Castillo o por qué se han inmolado los seis presidentes anteriores que ha tenido el Perú desde 2016? Misterio y maldición absoluta en la silla presidencial. Lo cierto es que Perú se encuentra en un laberinto, del cual se ve difícil que la presidenta interina, Dina Boluarte, pueda salvarlo en el corto plazo y de detener las protestas que parecen estar subiendo de intensidad y que están agobiando de nueva cuenta a Perú. La única salida factible para evitar la violencia generalizada será descansar en el marco institucional existente y de convocar a un diálogo entre las partes representadas en el Congreso y entre otros actores fuera del mismo. El diálogo con los sectores sindicales se antoja inevitable, toda vez que están teniendo una fuerte presencia en las movilizaciones.
Mientras todo esto sucede, como ya se mencionó, los pronunciamientos de los países latinoamericanos no se han hecho esperar. Algunos de ellos, como el de México, Colombia, Bolivia y Argentina y las tres dictaduras del continente, se hicieron y se siguen haciendo atropelladamente, ignorando irresponsablemente —por conveniencia ideológica— la historia reciente de los acontecimientos políticos peruanos, a saber: que Castillo, ciertamente agobiado por la derecha fujimorista y por su propia incompetencia, ejecutó el golpe de estado que ha desencadenado la crisis. En particular, resulta sumamente contradictorio el injerencismo del gobierno mexicano, que, a pesar de defender el principio de no intervención, sus pronunciamientos y negativa a reconocer la presidencia de Boluarte, ha provocado una seria crisis diplomática en la relación entre México y Perú, llegándose incluso, por parte de algunos sectores políticos peruanos, a exigirle a Boluarte el rompimiento de las relaciones diplomáticas con México. Como hemos dicho en este espacio, la ausencia total de una política exterior inteligente y estratégica ha llevado al gobierno de AMLO a cruzar muchas líneas rojas que, prácticamente han destruido lo muy poco de gallardía y dignidad que le quedaba a México en su desempeño en el escenario internacional.
Comentarios
Publicar un comentario