Todo país con una política interna sólida, que cuente con un proyecto nacional con coherencia social, política y económica, y que esté interconectado temáticamente al más profundo nivel, puede hacer que el Estado cuente con una política exterior profesional, creíble y sustentable (por ahora olvidémonos de que sea “de Estado”). Tendría que tratarse de una política exterior que represente y exprese, al más alto nivel del ordenamiento global, los atributos estelares y más representativos de algunos aspectos de su política interna. Y también una que sea de gran visión sobre los retos que se tienen en el complejo mundo de hoy, con miras a obtener los máximos beneficios para el interés nacional. No se puede hacer una política exterior responsable y efectiva disociada de las condiciones internas que la producen. Tampoco se puede improvisar ni simular una plataforma de acción diplomática de futuro sin cubrir cabalmente con las condiciones desafiantes del entorno global. La política exterior no puede quedar a expensas de viejos atavismos, de la nostalgia chovinista o del principismo demagógico que impida satisfacer los grandes intereses de la República. Se trata de defender, en consonancia estratégica, pero también pragmática, intereses y principios nacionales. Siempre ha sido el caso que cuando se trata de discutir la inserción de México en el mundo, la clase política y algunos sectores sociales sufren de una confusión en términos. Hoy se percibe una tensión para que los actores encargados de proponernos un proyecto de nación en el exterior, se abran y se explayen libres de culpa o mala conciencia. Este ha sido el caso de las discusiones recientes sobre esta temática. Observamos, al menos cinco problemas: 1) falta de visión estratégica, 2) falta de priorización temática y regional, 3) nostalgia por viejos tiempos que uno no sabe bien a bien cuáles fueron (y que en cualquier caso son irrecuperables), 4) soberanismo extremo y, como consecuencia, 5) poca audacia y originalidad en el diseño de una política exterior actualizada, acorde con los nuevos tiempos y exigencias de la agenda global, interméstica y regional. La política exterior mexicana es conservadora debido en gran medida a que el proceso interno (retrasado en cuanto a reformas estructurales se refiere) la ha secuestrado, volviéndola coto de caza de intereses cortoplacistas de partidos y de grupo, incluidos todos los prejuicios nacionalistas del caso. Es por esto que la inserción de México en el mundo no avanza al ritmo ni con la intensidad que exigen los vertiginosos cambios que ocurren al nivel de la economía y la política globales. Pero lo peor es el espíritu nostálgico y parroquiano que permea la narrativa de los actores. Se nos advierte falazmente, en un sentido más regresivo que progresivo, que, o regresamos al populismo diplomático, o éste será el fin de la historia para México como actor relevante del orden global (cualquier tufo echeverrista o lópezportillista no es mera coincidencia).
Los principales voceros de la política partidista afirman que México es una potencia emergente que ha perdido el papel destacado que solía tener en la escena global. Se atribuye este hecho a que la política exterior ha perdido rumbo, lo cual es en parte correcto. No obstante, hay que aclarar que esta pérdida de rumbo no se refiere sólo a que se haya carecido de capacidad técnica, y visión y astucia políticas para imprimirle el tono y ritmo necesarios, sino al hecho de que los mismos actores que hoy reivindican un cambio, han sido los responsables de detener todas aquellas reformas internas que hubieran quitado el chaleco de fuerza estructural que ha retrasado el avance diplomático mexicano. Para tomarlos en serio, es imprescindible que, al tiempo que se realice una autocrítica, se enmiende este discurso y estas prácticas viciadas que tienden a formar un círculo perverso, en el que se involucra, manipulándola, a la sociedad, no pudiendo evitar debido a esto, el anclaje en la insularidad ombliguista pasiva y algo histérica en la que se encuentra sumida la diplomacia mexicana de hoy. Para tener un Estado que funcione en el mundo se requiere que se nos proponga seriamente una política exterior fresca, novedosa, actual, prácticamente viable y con contenidos sustentables, que trascienda el vacío retórico que se palpa en las plataformas y narrativas de los principales actores del establishment político encargado de la política global. Sin resolver este trabuco, mucho me temo que viviremos lentas y opacas épocas llenas de vacíos en la materia.
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