Los graves acontecimientos ocurridos en Ecuador la semana pasada, ponen de relieve la gran pregunta de si las medidas y soluciones meramente domésticas son suficientes para neutralizar la amenaza del crimen organizado. El crimen organizado es un fenómeno transnacional, que no ha tenido una respuesta integral y, también, transnacional. Ecuador se encuentra bajo estado de sitio. El desafío lanzado por el crimen organizado al gobierno de Daniel Noboa no tiene precedentes en el país y es el último reflejo de una gravísima crisis de seguridad que ha desbordado a las autoridades. El mandatario reconoció la existencia de un “conflicto armado interno” y autorizó la intervención del ejército para frenar la delincuencia organizada que opera desde las cárceles; y un toque de queda por 60 días. El descontrol del sistema penitenciario fue la clave de esta última escalada, que se originó tras la fuga de los cabecillas de dos organizaciones rivales, los Choneros y los Lobos. Sin embargo, para entender el alcance de la emergencia hay que atender a sus causas estructurales, que van del abandono institucional a la miseria y la corrupción, pasando por la internacionalización de los cárteles mexicanos que operan en Ecuador, en concreto, el Cártel de Sinaloa y el Jalisco Nueva Generación. Los dos azotes que tienen a México también bajo una enorme presión con atentados, asesinatos, tomas de plaza y secuestros, entre otros ilícitos que se cometen desde que, en 2018, López Obrador, aplicara su mantra de “abrazos y no balazos”.
Literalmente en vivo, el mundo entero presenció la toma del canal TC Televisión con sede en Guayaquil por un comando de más de 20 sicarios y, posteriormente, de la Universidad, así como la toma misma de la ciudad más poblada de Ecuador. La violencia contra la gente y la policía ha sido una constante en el periodo reciente y en el de años atrás desde que comenzó la violencia de los cárteles. Ocurre lo mismo y en cadena en muchas otras ciudades de Ecuador: coches bomba, tiroteos, secuestros a los guardias carcelarios y elementos policiacos. Todo esto puso literalmente de cabeza al gobierno de Daniel Noboa, todo lo cual precedió a los disturbios comentados. En cuestión de años, Ecuador pasó de ser uno de los países más seguros al más peligroso de la región. Además, su cercana vecindad con Colombia y su amplio acceso al Pacífico lo hacen un espacio geográfico ideal para el trasiego de la cocaína en esa subregión. Por otro lado, en 2017, cuando finaliza el gobierno de Correa, la tasa de asesinatos era de casi seis por 100 mil habitantes, hoy está en 40. Así, el proceso de descomposición socio política ecuatoriano se dio en un periodo de tiempo muy corto. El deterioro institucional, la marginación y los altos índices de corrupción (el sistema carcelario está dominado por los grupos del crimen organizado), han sido factores determinantes para explicar esta decadencia del Estado ecuatoriano. Baste recordar como muestra de la corrupción ecuatoriana a Jorge Glas –vicepresidente con Correa y con Lenin Moreno–, a quien se le vinculó con el crimen organizado y estuvo preso por más de cinco años por actos de corrupción. Tal y como lo sabemos, en México es imposible pensar en el crimen organizado sin considerar la colusión con actores estatales y del sector privado que coadyuvan (más en una economía dolarizada como la ecuatoriana) a asegurar el lavado de dinero, que es requisito indispensable para que el engranaje del trasiego de drogas y de personas se realice con efectividad.
Así las cosas, el fenómeno del crimen organizado como principal amenaza a la seguridad nacional tiene profundas ramificaciones que vertical y horizontalmente cruzan las fronteras nacionales. Es, como ya se dijo líneas arriba, un fenómeno transnacional que requiere medidas ad hoc. Es determinante fortalecer el sistema judicial y la colaboración intrarregional para combatir la delincuencia y organizar a las policías y los ejércitos a unir esfuerzos para enfrentar al narco. Sin embargo, ahora que Noboa declaró al crimen organizado como amenaza terrorista, es probable que Washington busque la forma de intervenir en el conflicto ecuatoriano, incluso con el envío de tropas, fuerzas especiales y grupos de la DEA y el FBI, como el propio presidente solicitó a Estados Unidos recientemente. México tendría que verse en el espejo ecuatoriano sin frivolidad y con un amplio espíritu autocrítico, toda vez que lamentablemente nuestros escenarios de conflicto y confrontación armada no son muy distintos a los ecuatorianos.
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