José Luis Valdés Ugalde
20/04/2014 en Excélsior
En 1990, el debate más importante en el ámbito europeo e internacional era la reunificación de Alemania. La historia había dado un vuelco radical: los arreglos de la Guerra Fría y las perspectivas de distensión global eran más ciertas que nunca. El Pacto de Varsovia se disolvería un año después y la bipolaridad nuclear entre EU y Moscú llegaría a su fin. Desde hace 70 años, Moscú ha ofrecido repetidamente respetar la soberanía e integridad territorial de todos los estados. Lo hizo desde 1945, cuando firma la Carta de Naciones Unidas; también en 1975, cuando suscribe el Acta Final de Helsinki; y finalmente lo consagra en 1997, cuando se acuerda el Acta Fundacional OTAN-Rusia. Desde ese año, Rusia se acercó a Occidente y se convirtió en un socio proactivo que parecía empezar a compartir con la UE y EU la preocupación sobre algunos de los asuntos regionales y globales que le concernían por su cercanía a sus propias fronteras y también a las de Occidente, por tener intereses estratégicos de posguerra fría en esas mismas fronteras con Rusia. Tal ha sido el caso de Irán, Siria y el conflicto árabe-israelí, entre otros eternos pendientes regionales. Incluso la típica guerra propagandística, muy característica del socialismo real y mucho más del estalinismo, bajó su perfil e intensidad ofensiva, al tiempo que se adaptaba relativamente a reglas de transparencia iniciadas y encauzadas por las potencias occidentales en su proceso de negociación con miras a la consecución de acuerdos internacionales. A Moscú le urgía ser parte de un mundo respecto del cual no sentía pertenencia. Tenía, en el fondo, la necesidad política y económica de ser aceptada y reconocida en el seno del concierto global, con el fin de no quedarse fuera del club de los industrializados.
Ahora todo ha cambiado. Rusia invadió Crimea y ganó para sí un referéndum a punta de pistola e inició un inédito y acelerado desprestigio mundial. Ahora mismo está cercando peligrosamente el este de Ucrania con miras a obtener, en el nombre de un federalismo que no aplica para sí, una nueva cesión territorial, aunque esto signifique la partición de la nación ucraniana. La militarización de la frontera este de Ucrania significa una escalada rusa fuera de toda proporción, convención o raciocinio. No está sustentada ni por el apoyo mayoritario del pueblo ucraniano ni por el consenso de la mayoría de la comunidad internacional. Se trata de un capricho del expansionismo geopolítico trasnochado de Putin, que pretende doblegar la voluntad y opinión pública internacionales para, eventualmente, apoderarse de una parte o del todo ucraniano. Ante esta decisión, Moscú quizá ya no detenga la escalada por temor a ser percibida como débil, algo que para el machismo de Putin es inadmisible. En todo caso, las sanciones de EU y la UE continuarán su curso sin garantías de que Putin recule. Por lo pronto, la OTAN ya empezó a movilizarse por tierra, mar y aire, como lo indica el protocolo de disuasión. Las crecientes críticas (incluso por parte de la opinión de la gente dentro de la zona de conflicto) a las milicias separatistas prorusas, que con el presumible apoyo moscovita están desestabilizando y provocando un muy profesional gran caos, se vuelven unánimes. Putin escandaliza con la clásica estrategia conspiracionista del viejo orden y manda a su conserje, el primer ministro Medvedev, a amedrentar: “Se ha derramado sangre en Ucrania. La amenaza de guerra civil se asoma”. Como último objetivo, pretenden en realidad abortar las elecciones extraordinarias de mayo en Ucrania. Entretanto, Obama y Merkel, aparentemente sin ablandarse, optan por la vía diplomática como única salida a un conflicto de clara factura rusa. Esperemos un desenlace amable. Después de todo, el futuro de toda Rusia frente a Europa y EU está en juego, y Putin ni es Rusia ni será, por fortuna para Rusia y el mundo, un presidente eterno; eventualmente se irá. De hecho, de que no sea eterno y de que esta tradición nefanda del putinismo sea remontada, dependerá en gran medida el futuro del progreso político y la modernidad económica de Rusia; así como de la estabilidad y paz europeas que, por lo visto, a Moscú ya no le están conviniendo mucho y que hoy perturba debido a sus bajos registros económicos y democráticos, que pronto enojarán más a su clientela cautiva y pondrán en peligro la continuidad de su élite gobernante y su nada sutil ruleta rusa.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
Twitter: @JLValdesUgalde
En 1990, el debate más importante en el ámbito europeo e internacional era la reunificación de Alemania. La historia había dado un vuelco radical: los arreglos de la Guerra Fría y las perspectivas de distensión global eran más ciertas que nunca. El Pacto de Varsovia se disolvería un año después y la bipolaridad nuclear entre EU y Moscú llegaría a su fin. Desde hace 70 años, Moscú ha ofrecido repetidamente respetar la soberanía e integridad territorial de todos los estados. Lo hizo desde 1945, cuando firma la Carta de Naciones Unidas; también en 1975, cuando suscribe el Acta Final de Helsinki; y finalmente lo consagra en 1997, cuando se acuerda el Acta Fundacional OTAN-Rusia. Desde ese año, Rusia se acercó a Occidente y se convirtió en un socio proactivo que parecía empezar a compartir con la UE y EU la preocupación sobre algunos de los asuntos regionales y globales que le concernían por su cercanía a sus propias fronteras y también a las de Occidente, por tener intereses estratégicos de posguerra fría en esas mismas fronteras con Rusia. Tal ha sido el caso de Irán, Siria y el conflicto árabe-israelí, entre otros eternos pendientes regionales. Incluso la típica guerra propagandística, muy característica del socialismo real y mucho más del estalinismo, bajó su perfil e intensidad ofensiva, al tiempo que se adaptaba relativamente a reglas de transparencia iniciadas y encauzadas por las potencias occidentales en su proceso de negociación con miras a la consecución de acuerdos internacionales. A Moscú le urgía ser parte de un mundo respecto del cual no sentía pertenencia. Tenía, en el fondo, la necesidad política y económica de ser aceptada y reconocida en el seno del concierto global, con el fin de no quedarse fuera del club de los industrializados.
Ahora todo ha cambiado. Rusia invadió Crimea y ganó para sí un referéndum a punta de pistola e inició un inédito y acelerado desprestigio mundial. Ahora mismo está cercando peligrosamente el este de Ucrania con miras a obtener, en el nombre de un federalismo que no aplica para sí, una nueva cesión territorial, aunque esto signifique la partición de la nación ucraniana. La militarización de la frontera este de Ucrania significa una escalada rusa fuera de toda proporción, convención o raciocinio. No está sustentada ni por el apoyo mayoritario del pueblo ucraniano ni por el consenso de la mayoría de la comunidad internacional. Se trata de un capricho del expansionismo geopolítico trasnochado de Putin, que pretende doblegar la voluntad y opinión pública internacionales para, eventualmente, apoderarse de una parte o del todo ucraniano. Ante esta decisión, Moscú quizá ya no detenga la escalada por temor a ser percibida como débil, algo que para el machismo de Putin es inadmisible. En todo caso, las sanciones de EU y la UE continuarán su curso sin garantías de que Putin recule. Por lo pronto, la OTAN ya empezó a movilizarse por tierra, mar y aire, como lo indica el protocolo de disuasión. Las crecientes críticas (incluso por parte de la opinión de la gente dentro de la zona de conflicto) a las milicias separatistas prorusas, que con el presumible apoyo moscovita están desestabilizando y provocando un muy profesional gran caos, se vuelven unánimes. Putin escandaliza con la clásica estrategia conspiracionista del viejo orden y manda a su conserje, el primer ministro Medvedev, a amedrentar: “Se ha derramado sangre en Ucrania. La amenaza de guerra civil se asoma”. Como último objetivo, pretenden en realidad abortar las elecciones extraordinarias de mayo en Ucrania. Entretanto, Obama y Merkel, aparentemente sin ablandarse, optan por la vía diplomática como única salida a un conflicto de clara factura rusa. Esperemos un desenlace amable. Después de todo, el futuro de toda Rusia frente a Europa y EU está en juego, y Putin ni es Rusia ni será, por fortuna para Rusia y el mundo, un presidente eterno; eventualmente se irá. De hecho, de que no sea eterno y de que esta tradición nefanda del putinismo sea remontada, dependerá en gran medida el futuro del progreso político y la modernidad económica de Rusia; así como de la estabilidad y paz europeas que, por lo visto, a Moscú ya no le están conviniendo mucho y que hoy perturba debido a sus bajos registros económicos y democráticos, que pronto enojarán más a su clientela cautiva y pondrán en peligro la continuidad de su élite gobernante y su nada sutil ruleta rusa.
*Investigador y profesor visitante en el Lateinamerika–Institut, de la Freie Universität Berlin
Twitter: @JLValdesUgalde
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