Frente a los atropellos que Donald Trump está ocasionando en los escenarios del comercio y la política internacionales con sus embates arancelarios, hay ya varios pendientes en distintos frentes que van a emerger y a confrontar a su administración en el muy corto plazo. El principal frente de conflicto al que me refiero es el interno. Trump ha caído en los índices de aceptación que seguramente lo llevarán a confrontar disturbios y protestas generalizadas en el ámbito de la política interna estadunidense. Estas protestas son una consecuencia en gran medida del ánimo polarizador que ha caracterizado al gobierno de Trump en estos casi cien días de gestión, pero que se remontan a los años de su primera administración y en general a toda su función pública, incluida la de su candidatura presidencial.
Trump es un déspota arbitrario, poco ilustrado y carente de legitimidad internacional y doméstica. Desde el asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 se decantó con claridad el carácter caótico, autoritario e iliberal del personaje. Desde aquella primera y caótica presidencia de Trump, este ya había mostrado su abierto desprecio por las instituciones políticas estadunidenses. A raíz de aquel escandaloso acontecimiento Trump se enfrentó a imputaciones judiciales que han sido relativamente neutralizadas por su reciente llegada a la Casa Blanca. En realidad, pareciera que el magnate compitió por la presidencia para librarse de las acusaciones y eventualmente de la cárcel, más que por obtener de nueva cuenta el poder. O también pretendió nuevamente el poder para vengarse de sus enemigos, entre los cuales están los fiscales, jueces y empleados del Departamento de Justicia que participaron en la elaboración jurídica de tales imputaciones, venganza que, por cierto, ya dio inicio. El mito de una democracia que avanza lenta y decididamente en una senda de progreso inevitable, es eso, un mito. La estadunidense siempre ha sido una democracia extremadamente disfuncional, con años de cambio seguidos con frecuencia por décadas de estancamiento político o retroceso. Ejemplos de esto hay muchos y hay que concentrase en la estrafalaria composición del Partido Republicano (PR), el mismo que eligió a Sarah Palin como su candidata a la vicepresidencia cuando fue candidato presidencial John McCain. En este sentido el PR ha llevado años tolerando a figuras estrafalarias en sus filas.
La decadencia del sistema político estadunidense permeó a la sociedad civil, cuyo ámbito de debate democrático se degradó gradualmente. El discurso altamente racista, xenófobo y misógino de Trump contaminó en forma abrupta la conversación social al grado de que tuvo una receptividad superior a la esperada: en su última elección ganó incluso el voto popular, es decir el voto directo de una ciudadanía que se identificó con el decadente magnate y lo favoreció para que se convirtiera en su presidente, todo lo envalentonó. En una palabra, y esto es la gran contradicción que exhibe con crudeza Donald Trump, el capitalismo más desequilibrado en términos de ofrecer estándares de justicia social aceptables, se combina con el conservadurismo más elemental y contrario a los derechos ciudadanos y la expresión libre de las ideas. Así las cosas, al margen de esta largamente ignorada decadencia, tenemos hoy a Trump encabezando, lo que él llama “una revolución económica” a través del aumento extraordinario y errático de aranceles a todo el mundo y, muy principalmente a China, su histórico rival comercial por décadas. Y como en toda “revolución”, a ésta le está siguiendo el siniestro desmantelamiento del mundo de la cultura, la educación y el libre pensamiento. El trumpismo está realizando esta nada encomiable encomienda, quitándole el presupuesto dedicado a becas a las universidades de la Ivy League (como Columbia, Harvard y otras) y condicionándolo a la supresión de la libertad de cátedra y de investigación, así como a que restrinja el debate acerca de las atrocidades de Israel en Gaza, al interior de sus comunidades académicas. Ya han sido detenidos y algunos expulsados, varios estudiantes extranjeros que se han manifestado en contra de tales atrocidades en sus respectivos campus. Por lo pronto, Trump ya le congeló a la Universidad de Harvard 2.2 billones de dólares por no obedecer la orden de perseguir a manifestantes, expulsar a inmigrantes y cerrar sus puertas a las minorías económicas que cohabitan al interior de la comunidad académica. El mensaje es ignominioso y recuerda los desplantes del franquismo en España y otros casos de fascismo en que el grito central era “muera la inteligencia”. Muy pronto estas políticas van a perseguir al trumpismo y sus expresiones de odio que tanto daño causaron a la humanidad entera y que, por lo pronto, sumirán, de continuar esta dinámica, a Estados Unidos en el retraso académico y en una nueva era de oscurantismo que esperamos que la sociedad estadunidense pueda derrotar.
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