Desde el fin de la Guerra Fría el balance de poder ejercitado por las grandes potencias perdió una buena parte de su contenido nuclear. Surgió, aunque en forma caótica, un nuevo conjunto de prioridades, entre las cuales, desde luego, no estaba ausente el control geopolítico regional. Las intervenciones dejaron de ser en contra de órdenes democráticos estables y se inició una era de intervención humanitaria multilateral y guerras justas. Tal fue el caso de la intervención en Kosovo y ahora en Libia. Una nueva correlación de fuerzas se vislumbra en la zona del Mediterráneo. Es probable que Muammar Gadhafi, otrora aliado de los países de Occidente que hoy lo bombardean a muerte, no resista y caiga pronto. No hay que olvidar, en estos momentos históricos, que la intervención es generalmente un elemento que responde a los requerimientos funcionales de la política de poder, de la cual se desprende que la defensa del orden mundial es normalmente la defensa de un sistema específico de relaciones e interacciones. La dinámica internacional enfrenta una verdad dominante: la necesidad de proteger y preservar el estatus del concierto mundial. El sistema internacional no escapa a esta circunstancia geopolítica. Además, las intervenciones son también el instrumento por el cual se da un cierto tipo de organización del sistema político internacional. Ésta se lleva a cabo, de acuerdo con Richard Little, “cuando quienes toman las decisiones forman un consenso que es falso o dirigido”.
Por lo tanto, la intervención individual o en alianza contribuye a la realineación de los actores dentro del sistema internacional. Por lo general, la intervención ha tenido el propósito de obliterar el orden específico existente y esta es una importante razón en el propósito original de los interventores de involucrarse en los asuntos de otra región. Tiene la virtud de responder a cálculos cuidadosos, dirigidos a asegurar su éxito y su racionalidad original básica, por encima de cualquier factor endógeno que pudiera intentar desarticularla. Es por ello que una de las principales características de la intervención es que ha sido un rasgo recurrente en la historia de la política internacional. No tiene limitaciones morales ni es una acción vacilante de un Estado específico, típicamente un gran poder. Finalmente, la intervención supone siempre un despliegue mayor de fuerza de los actores, cuya principal aspiración es asegurarse una posición relevante en el ejercicio del poder.
Gadhafi no tenía remedio hacía décadas. Era su funcionalidad dentro del sistema distributivo petrolero lo que lo hacía un mal necesario. Una vez terminado Gadhafi, la pregunta es qué se hará en un país, de una región en la que hay otros más, que no tienen ni parlamento ni sistemas judiciales dignos de ser democráticos. La gran cuestión tanto teórica como práctica reemerge: no se trata de llevar a cabo una intervención con relativo éxito, se trata de saber cómo se sale de ella con el mayor éxito y con el menor riesgo posible; dos ejemplos fallidos: Vietnam e Irak. Y de si ésta, en el caso de que se trate de una intervención justa y exitosa, puede convertirse en el principio paradigmático de un nuevo sistema internacional o subregional. En Libia lo que realmente se está poniendo a discusión es si podemos avizorar un parteaguas en la política mundial que lleve a un sistema sostenible de resolución de conflictos, creando primero las condiciones normativas e institucionales para que el mundo no tenga que recurrir a la instauración de caudillos decadentes ni a intervenir para tumbarlos cuando ya no le sirven. El idealismo realista de Obama tiene en Libia la oportunidad de probar si hay futuro para la política inteligente promovida desde el inicio de su gobierno. Estar del “lado correcto de la historia” e intervenir para derrocar a un régimen tiránico y genocida implica que Washington y sus aliados promuevan las condiciones para no tener que intervenir de nuevo ahí en el futuro. Lo cual implica que los apetitos occidentales por las riquezas naturales sean supeditados a la exigencia de justicia y democracia que los pueblos de Libia y muchos más de África del Norte están haciendo.
Analista político. Investigador y profesor de la UNAM
jlvaldes@servidor.unam.mx
Twitter: @JLValdesUgalde
Por lo tanto, la intervención individual o en alianza contribuye a la realineación de los actores dentro del sistema internacional. Por lo general, la intervención ha tenido el propósito de obliterar el orden específico existente y esta es una importante razón en el propósito original de los interventores de involucrarse en los asuntos de otra región. Tiene la virtud de responder a cálculos cuidadosos, dirigidos a asegurar su éxito y su racionalidad original básica, por encima de cualquier factor endógeno que pudiera intentar desarticularla. Es por ello que una de las principales características de la intervención es que ha sido un rasgo recurrente en la historia de la política internacional. No tiene limitaciones morales ni es una acción vacilante de un Estado específico, típicamente un gran poder. Finalmente, la intervención supone siempre un despliegue mayor de fuerza de los actores, cuya principal aspiración es asegurarse una posición relevante en el ejercicio del poder.
Gadhafi no tenía remedio hacía décadas. Era su funcionalidad dentro del sistema distributivo petrolero lo que lo hacía un mal necesario. Una vez terminado Gadhafi, la pregunta es qué se hará en un país, de una región en la que hay otros más, que no tienen ni parlamento ni sistemas judiciales dignos de ser democráticos. La gran cuestión tanto teórica como práctica reemerge: no se trata de llevar a cabo una intervención con relativo éxito, se trata de saber cómo se sale de ella con el mayor éxito y con el menor riesgo posible; dos ejemplos fallidos: Vietnam e Irak. Y de si ésta, en el caso de que se trate de una intervención justa y exitosa, puede convertirse en el principio paradigmático de un nuevo sistema internacional o subregional. En Libia lo que realmente se está poniendo a discusión es si podemos avizorar un parteaguas en la política mundial que lleve a un sistema sostenible de resolución de conflictos, creando primero las condiciones normativas e institucionales para que el mundo no tenga que recurrir a la instauración de caudillos decadentes ni a intervenir para tumbarlos cuando ya no le sirven. El idealismo realista de Obama tiene en Libia la oportunidad de probar si hay futuro para la política inteligente promovida desde el inicio de su gobierno. Estar del “lado correcto de la historia” e intervenir para derrocar a un régimen tiránico y genocida implica que Washington y sus aliados promuevan las condiciones para no tener que intervenir de nuevo ahí en el futuro. Lo cual implica que los apetitos occidentales por las riquezas naturales sean supeditados a la exigencia de justicia y democracia que los pueblos de Libia y muchos más de África del Norte están haciendo.
Analista político. Investigador y profesor de la UNAM
jlvaldes@servidor.unam.mx
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