Es explicable que ante diferencias entre Estados uno se inconforme con el otro y se produzcan las expresiones que correspondan, de acuerdo con la gravedad del caso y a las formas que mandan la etiqueta y el protocolo diplomáticos. Para esto siempre hay una escala de valores, un piso y un techo al que se obliga la cancillería respectiva, de tal forma que el proceso de reencuentro y de control de daños frente a las diferencias sea salvado con decoro y equilibrio en cada etapa del diferendo. ¿Qué es exactamente la política exterior y cómo debería ser conducida en una democracia? Se trata de una interrogante que se nos presenta, al tiempo que presenciamos el zipizape que han provocado los casos Cassez y Zapata en nuestras relaciones diplomáticas con Francia y EU.
Vale recordar que una política exterior (PE) no es inamovible, así como es una actividad necesaria del Estado moderno. Una PE viva y activa es aquella que se recrea con el fin de enfrentar nuevos desafíos y resolver asuntos de Estado que son recurrentes o nuevos en una relación binacional o multinacional; tiende a ser equilibrada, evita repetirse en su peor versión y va hacia adelante sin justificaciones, victimismos, retórica innecesaria o lamentaciones, tratando de ser la expresión de lo mejor de la tradición republicana que atañe a esa democracia. Así como el precio de su efectividad es ejercer una vigilancia sobre los cambios permanentes que ocurren en la política mundial, no puede subestimar la fuerza de lo impredecible o el juego de lo contingente e imprevisto.
Tales parecen haber sido los desafíos planteados a nuestra cancillería por ambos eventos. Lo que hemos visto en estos días, en cada una de las tres actuaciones, han sido deslices lamentables. Empecemos con la variable estadunidense. En el discurso reciente de Washington (Clinton, Westphal, Napolitano, Clapper, Morton y Pascual) aún no parece haber acuerdo racional acerca de si el nuestro es un Estado débil, fallido o listo para caer en manos de los cárteles “insurgentes”. Se percibe, al contrario, o bien una clara desorganización involuntaria, una exageración discursiva concertada, o una ignorancia supina sobre el acontecer mexicano y cómo lidiar con él. En todo caso, se lanzan con todo contra las acciones gubernamentales sin mediar acuerdo alguno entre ellos, acerca de la naturaleza de fondo del diferendo y, para rematar, se les asesina al agente de la Oficina de Servicios Migratorios y Aduanales (ICE) Jaime Zapata en pleno territorio mexicano. Ante los hechos, Los Pinos no acierta en ninguna de las respuestas y tampoco reclama con la fuerza necesaria el tono desconcertante en forma y preocupante en fondo que utiliza el gobierno de Obama para referirse a México. Esta ineficiencia va acompañada de una gradualmente menor autoridad moral sobre la capacidad del Estado para resolver su caótico desorden institucional interno.
Sobre las impertinencias del presidente Sarkozy acerca de Cassez, que fueron claramente dedicadas al consumo interno, Calderón declara: “No se puede pensar que México, porque es un país en desarrollo, se va a dejar”. Según este dicho, el Presidente cree que alguien piensa en el Palacio del Elíseo que somos mandilones y dejados por ser subdesarrollados y, en consecuencia, hay que armarse de valor y, con todo el poder del Estado, impedir que se nos metan hasta la cocina aquellos malosos que tanto nos han oprimido. A explicación no pedida, acusación manifiesta. Lamentable selección de palabras y de interlocutor para lavarse las barbas. Más lamentable es corroborar, a la luz de los dos acontecimientos, cómo el inmovilismo y, peor aún, la retórica patriotera, acomplejada y chovinista, se apodera del discurso estatal en política exterior. La defensa de la soberanía nacional no radica en discursos estridentes, de sintaxis atormentada; radica en nuestra fortaleza social y política para defenderla, demostrando, entre otras cosas, que somos una democracia que puede predicar con el ejemplo.
*Analista político. Profesor-investigador de la UNAM
jlvaldes@servidor.unam.mx
2011-02-23 05:00:00
Vale recordar que una política exterior (PE) no es inamovible, así como es una actividad necesaria del Estado moderno. Una PE viva y activa es aquella que se recrea con el fin de enfrentar nuevos desafíos y resolver asuntos de Estado que son recurrentes o nuevos en una relación binacional o multinacional; tiende a ser equilibrada, evita repetirse en su peor versión y va hacia adelante sin justificaciones, victimismos, retórica innecesaria o lamentaciones, tratando de ser la expresión de lo mejor de la tradición republicana que atañe a esa democracia. Así como el precio de su efectividad es ejercer una vigilancia sobre los cambios permanentes que ocurren en la política mundial, no puede subestimar la fuerza de lo impredecible o el juego de lo contingente e imprevisto.
Tales parecen haber sido los desafíos planteados a nuestra cancillería por ambos eventos. Lo que hemos visto en estos días, en cada una de las tres actuaciones, han sido deslices lamentables. Empecemos con la variable estadunidense. En el discurso reciente de Washington (Clinton, Westphal, Napolitano, Clapper, Morton y Pascual) aún no parece haber acuerdo racional acerca de si el nuestro es un Estado débil, fallido o listo para caer en manos de los cárteles “insurgentes”. Se percibe, al contrario, o bien una clara desorganización involuntaria, una exageración discursiva concertada, o una ignorancia supina sobre el acontecer mexicano y cómo lidiar con él. En todo caso, se lanzan con todo contra las acciones gubernamentales sin mediar acuerdo alguno entre ellos, acerca de la naturaleza de fondo del diferendo y, para rematar, se les asesina al agente de la Oficina de Servicios Migratorios y Aduanales (ICE) Jaime Zapata en pleno territorio mexicano. Ante los hechos, Los Pinos no acierta en ninguna de las respuestas y tampoco reclama con la fuerza necesaria el tono desconcertante en forma y preocupante en fondo que utiliza el gobierno de Obama para referirse a México. Esta ineficiencia va acompañada de una gradualmente menor autoridad moral sobre la capacidad del Estado para resolver su caótico desorden institucional interno.
Sobre las impertinencias del presidente Sarkozy acerca de Cassez, que fueron claramente dedicadas al consumo interno, Calderón declara: “No se puede pensar que México, porque es un país en desarrollo, se va a dejar”. Según este dicho, el Presidente cree que alguien piensa en el Palacio del Elíseo que somos mandilones y dejados por ser subdesarrollados y, en consecuencia, hay que armarse de valor y, con todo el poder del Estado, impedir que se nos metan hasta la cocina aquellos malosos que tanto nos han oprimido. A explicación no pedida, acusación manifiesta. Lamentable selección de palabras y de interlocutor para lavarse las barbas. Más lamentable es corroborar, a la luz de los dos acontecimientos, cómo el inmovilismo y, peor aún, la retórica patriotera, acomplejada y chovinista, se apodera del discurso estatal en política exterior. La defensa de la soberanía nacional no radica en discursos estridentes, de sintaxis atormentada; radica en nuestra fortaleza social y política para defenderla, demostrando, entre otras cosas, que somos una democracia que puede predicar con el ejemplo.
*Analista político. Profesor-investigador de la UNAM
jlvaldes@servidor.unam.mx
2011-02-23 05:00:00
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