Resulta que la tradición que cargamos desde el
Occidente del que venimos los latinoamericanos, con las herencias afortunadas y
malditas que la experiencia sincrética histórica ha supuesto para México, es paradójica
y contradictoria. Podríamos equivocarnos los que pensamos que el liberalismo
político es la opción política por excelencia por ser en sí y para sí, una inapelable -aunque imperfecta- concreción
democrática objetiva. Esta, sin embargo, acusa un sobrante de democracia y un
faltante serio de constitucionalismo democrático para llevar a un mejor destino
nuestro futuro republicano. En todo caso, el liberalismo político es, en teoría
y en hechos empíricos, la fórmula política ideal hacia la resolución de
conflictos y diferencias socio políticas, la aceptación de la diversidad y de
la tolerancia como valores de la vida que aspiramos a tener en democracia. Se
trata, pues, de los valores de la democracia liberal, desde y en donde germinó
la existencia de la burguesía, y también la divergencia y el conflicto socio
político que se resuelve más mal que bien en sociedades pre-democráticas y con
una institucionalidad frágil. No se diga el narcisismo aislacionista que nos
ata de manos ante el espejo nacionalista monolítico, o de los vicios populistas
que nos apoltronan en la demagogia insuperable.
A diferencia del mexicano, el burgués alemán
representa a un amplio espectro de la clase media y de la sociedad alemana. Es
al tiempo un ciudadano con un acceso de alta intensidad a derechos socio-políticos
y que vive su experiencia cotidiana en un piso muy parejo, y en el contexto de
una sociedad con altos índices de igualdad comparados con los nuestros; todo lo
cual se nota, por ejemplo, en el generalizado uso de la bicicleta y de un
transporte público bien organizado en ciudades como Berlín, Bonn o Múnich. En
correspondencia a los derechos adquiridos, el ciudadano alemán cumple
generalmente en forma organizada con los ordenamientos que le dan racionalidad
a su convivencia social. Es, en los hechos, la suma de lo que John Stuart Mill
denominó "la moralidad de la nación" y en su caso, y para su fortuna,
logra con actos racionales, custodiar la organicidad sistémica que el Estado les
provee por mandato ciudadano. Hay una relación dúctil y equilibrada entre
responsabilidad social y el compromiso estatal por respetar la manifestación de
la diversidad. La experiencia democrática alemana radica, en mi perspectiva, no
en el hecho de que se disfrute de un sistema electoral democrático como el que
tienen aproximadamente 119 países, el 62 por ciento de los países del globo.
Resalta sobre todo el hecho de que, guste o no el gobernante en turno, hay un "sentimiento
ciudadano" por compartir el proyecto nacional. Advertimos la importancia
de que el proyecto de nación sea una construcción social que antecede la
voluntad del Estado. Aunque algo distinto a los tiempos de Olof Palme, después
de Escandinavia y de los países nórdicos, Alemania es el país europeo y global
más preocupado y ocupado con la cuestión de la igualdad y la integración social
(10o. lugar). Y esto no es broma para un país y para Berlín que han vivido dos
particiones críticas, y que fueron el escenario del exterminio de diversidad más
brutal de la historia humana.
La "experiencia burguesa" alemana
es aleccionadora para quien pertenece a un sector de la minoritaria clase media
mexicana, muy poco democrática e igualitaria en su actuar ciudadano. Es
aleccionadora porque es igualitaria en su esencia y en la mayoría de sus
prácticas sociales. Es aleccionadora didácticamente por la forma en que este ejercicio
de civilidad igualitaria, inicia en la misma Grundschule desde donde se forjan las generaciones del medio siglo
alemán. Es también contrastante toda vez que la estridencia simuladora de la
"pequeña burguesía" en México, que con regularidad se expresa en
clave discriminatoria, aleja y retrasa al país del lento proceso de ajuste
socio político. Los sombríos acontecimientos recientes a propósito de los
votados cambios constitucionales, muestran que el arribo del presente se
retrasa pues no ha llegado a superar el pasado en el que aún vivimos sumidos.
Siguiendo a Mill, todos somos los representantes de la moralidad de la nación y de ella depende que su futuro sea
exitoso o no. Dadas estas verificaciones, podemos decir que sin la experiencia
burguesa-liberal, ni Marx, ni Hegel, ni Weber podrían habernos compartido su
legado.
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