Las políticas externas e internas de Estados Unidos, hoy más que nunca con Trump a la cabeza, están revestidas de un alto grado de fanatismo político-ideológico-religioso. Un ejemplo de esto es el funeral público que le hicieron en un estadio de futbol de Arizona al asesinado joven líder ultraderechista y trumpiano, Charlie Kirk y en el cual Trump, que parece actuar sin límites, donde quiere y cuando quiere, se presenta como un hombre del Viejo Testamento. Afirma no perdonar a sus enemigos y celebra sus desgracias.
Comparando el período del trumpismo con, digamos, el período del reaganismo o con el de George W. Bush, el de Trump es verdaderamente recalcitrante en sus formas y en su narrativa de fondo. En un momento en que EU se ve perdiendo poder hegemónico en forma gradual, la narrativa proteccionista del trumpismo adquiere notoriedad debido a que puede resultarle inefectiva en el curso de la administración de su desordenada y caótica política exterior. Trump adolece de un pensamiento estratégico y se vale de un discurso mesiánico con un tono extremista y reaccionario que nubla la visión de Estado que los personeros del trumpismo deberían de tener para ejecutar una política de Estado. Esta narrativa, provista de una fuerte dosis de fanatismo y racismo, afecta todos los campos de la gobernanza estadunidense de nuestros días.
Con Trump se instala en el poder una fuerza regresiva que se nutre de los valores tradicionales del excepcionalismo estadunidense y del pensamiento de la extrema derecha y neofascista que ha tendido, gradualmente, a dominar los espacios de la política nacional e internacional. La combinación es alarmante pues recurre a los principios del nacionalismo extremo que al final de cuentas se habla con el nativismo más recalcitrante. El fanatismo del que se vale el trumpismo ayudado de las fake news, las guerras culturales, el conspiracionismo y el terrorismo de Estado han llevado a la consolidación de un populismo iliberal y antidemocrático que está derruyendo los cimientos de la democracia liberal, de la cual inicialmente esta fuerza se valió para acceder al poder para luego destruirlo desde adentro. Tanto en Estados Unidos como en países como Hungría, Turquía, Polonia, Brasil con Bolsonaro, Le Pen en Francia, AfD en Alemania, Milei en Argentina, se instaló un autoritarismo que ha tenido una escala global aprovechando el desdibujamiento de los campos políticos naturales en los que se ejercía la política tradicional. Al respecto, nos dice Miguel Urbán que “el auge de las nuevas derechas radicales y de los movimientos reaccionarios, que han emergido electoralmente a partir de una afinada renovación ideológica, discursiva y estética, es el fenómeno más peligroso. A pesar de que mantienen importantes diferencias, producto de sus dispares contextos políticos, sociales y económicos, también mantienen características comunes que nos permiten hablar de un proceso mundial” (Miguel Urbán, Trumpismos, FCE, 2025).
Este estado de cosas provocado por la ofensiva nacional populista del trumpismo, ha llevado a ejecutar políticas públicas cargadas de ideología neoimperial que ha desdibujado (en el caso del sistema internacional) los contornos multilaterales que identifican al orden mundial. Tal es el caso de la esquizofrénica política hacia Ucrania que ha sufrido por tres años los embates de una Rusia inmoral que la invadió impunemente y pretende concretar su avance con la apropiación de territorios en contra de toda la normatividad del sistema mundial de posguerra. Ante esto, Trump ha respondido inmoralmente no reconociendo (según él su alianza con Putin era sólida) desde el principio de su narrativa al respecto el origen del conflicto que se remonta a la invasión rusa y que Trump ha querido negar (quedando en ridículo) y en cambio en un principio optó por culpar premeditadamente a Zelensky de las causas de la guerra. Por más vaivenes que ha sufrido su política en esa región, no ha convencido a nadie de que pueda convencer a Putin de que deje de bombardear salvajemente a población inocente en Ucrania y acuerde un cese el fuego con su contraparte ucraniana, que ha favorecido esta postura desde los tiempos en que Trump y Putin se reunieran en Alaska. La ineficacia negociadora de Trump se ha puesto en evidencia aquí y sus progresos en la materia son mínimos. Se destruye con esto el mito que ha hecho de sí mismo Trump, de que es un gran negociador.
En lo referente a la Franja de Gaza, los más recientes acontecimientos de octubre de 2025, apuntaban al cumplimiento de la primera fase de la pacificación en la región. Se intercambiaron rehenes (aunque algunos ya fallecidos no fueron entregados por Hamás) y se llegó al acuerdo de un cese el fuego que podría ser temporal, toda vez que Israel no deja de bombardear salvajemente a la población indefensa de gazatíes y no se retira a la línea de contención que el acuerdo impone, o que Hamás no deponga las armas tal y como fue la exigencia de los mediadores. Estados Unidos y sus aliados árabes (principalmente Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos) y Turquía, tendrán que aliarse en forma muy consistente para lograr que la paz llegue a su justo término (y no al del eje Israel-Trump o al de Hamás) y que ambas partes acepten el acuerdo de 20 puntos ideado por la gente de Trump. Esto permitiría que los intereses económicos de los países árabes pudieran prosperar y que el aislamiento internacional de Israel, gracias a las barbaridades de Netanyahu, concluya.
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