En los próximos meses se estarán definiendo
las bases sobre las que descansará o debería descansar una nueva política
exterior, moderna y acorde con los grandes retos que México deberá afrontar en
el entorno global. Se trata de un momento en que resulta relevante elaborar
algunas reflexiones sobre los contenidos y objetivos de la política exterior
mexicana.
Pertenecer al mundo global del siglo XXI (más aún desde
una región de alta importancia geopolítica como la que ocupa México), obliga no
sólo a repensarse con responsabilidad como parte del mismo, sino también a
construir una gran visión estratégica, clara en conceptos y acciones que
gradualmente México quiera y tenga que
aportar gradualmente a fin de hacer la diferencia. Después de todo, la
elaboración de la política exterior es una actividad necesaria del Estado
moderno. Como todo en política, una política exterior no es inamovible como no
lo es la realidad que circunda las decisiones estratégicas que se toman en
defensa de intereses nacionales: constantemente se da el caso de que ésta tiene
que modificar sus prioridades programáticas y de fondo en función de los
cambios históricos. Pensar lo opuesto es ignorar los términos que la cambiante
realidad internacional impone. Se trata de sugerir y eventualmente impulsar la
elaboración de una estrategia de política internacional, no sólo comprensiva,
sino encaminada a cumplir con la tarea que ésta siempre ha tenido en el mundo
desarrollado: ejercer una vigilancia constante sobre los cambios permanentes
que ocurren en la política mundial.
No se puede concebir otra forma de definir una política
exterior estratégica, visionaria y de largo plazo, y que a la vez sea
resolutiva. Es decir, que responda, con soluciones concretas, a las necesidades
que le presentan los acontecimientos mundiales. En consecuencia, se vuelve
imperativo, en primer lugar, proponerse que la nueva política exterior mexicana
se recomponga y se le precise, claramente, una diferenciación de la antigua
política del régimen autoritario de partido único que perduró en México por más
de 70 años. Se trata de un viejo debate sobre las habilidades, méritos y
verdaderas posibilidades de una política exterior que ha estado bajo el acecho
de una contradicción: el tránsito del autoritarismo, del régimen de partido
único, el cual practicó una política exterior de bastiones que retrasaron
mayormente los propios avances democráticos internos y que incluso anquilosaron
las prácticas políticas externas como desprendimiento directo de principios
constitucionales en la materia, todos ellos universales y hoy de dudosa
vigencia, a una democracia plena en la que se implementen políticas prácticas y
prácticas públicas que trasciendan los delirios del México representado por el
folklor de una clase política sumida en un pasado primigenio y anquilosado; y desde donde el gobierno se
empeñe, por el contrario, en sugerir y recrear el México del futuro.
Para lograr este cambio es impostergable
transitar con éxito el camino hacia una condición democrática plena que abra el
camino hacia un desarrollo sustentable. Una política exterior moderna es
producto del diagnóstico que lleve a decisiones de Estado necesarias y
realistas. También es una muestra de la autoridad y el consenso logrado por un
gobierno para implementarla de acuerdo a los tiempos que confronta. No hay
política exterior vieja o nueva, sólo la hay contemporánea realista y
actualizada. Tampoco se trata de que esta sea de izquierda o de derecha, la
política exterior es representativa del conjunto de intereses nacionales que
detenta el Estado. En consecuencia, los varios factores de decisión en asuntos
internacionales deben de responder a una lógica terminante: representan la
legitimidad lograda desde adentro y sus alcances deben de ser tan grandes como
sus condiciones internas, objetivas y tangibles lo permitan. En otras palabras
un país ostenta y merece la política exterior que su política interna requiere,
necesite y también, merezca. Ojalá en este campo México pueda dar el salto que
se le exige en la actualidad.
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