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Un mundo loco

El mundo de nuestros días asiste, quizá ya en el límite crítico del desarreglo civilizatorio, a un parteaguas que se caracteriza por la crisis fundamental de la política democrática y el desgaste del modelo económico de acumulación capitalista

18 de Marzo de 2018

Somos una raza avanzada de monos
en un planeta menor de una estrella
bastante normal. Pero podemos
entender el universo.
Esto nos hace muy especiales.
Stephen Hawking

Si asumimos que los resultados de la política y la economía son bienes locales y globales que pertenecen

a la gente, me parece que en los últimos años, más en unos que en otros casos nacionales, estamos ante el resquebrajamiento de los valores esenciales que estos bienes globales contienen.

Estos valores esenciales son prioritarios e imperativos para cualquier Estado moderno que aspire a velar por el interés y la soberanía nacional. Se trata de la preservación de seguridad, libertad, orden, justicia y bienestar. El Estado tiene el poder de defender, así como de atentar contra la seguridad de los pueblos. Esto es lo que se llama “el dilema de la seguridad”. La libertad se asume como un valor fundamental en la búsqueda del cambio progresivo. No hay libertad individual sin libertad nacional y este objetivo se logra idealmente en un sistema de paz generalizada. Se asume, entonces, que las relaciones internacionales pueden caracterizarse como un sistema dentro del que los Estados cooperan entre sí para preservar paz y libertad. Orden y justicia son bienes intrínsecos al régimen democrático. Tanto el orden como la legalidad internacionales, incluyendo el respeto a los derechos humanos, son máximas desde las que los Estados conviven y se obligan a entenderlas como pilares fundamentales para preservar el sistema global. El bienestar económico de la población es vital para el Estado. La expectativa social de que los gobiernos satisfagan niveles altos de empleo, inflación baja, inversión estable y desarrollo comercial, depende hoy más que nunca de la manera en cómo los Estados respondan al ambiente económico internacional para fortalecer, o al menos defender, los estándares de bienestar existentes.

Un gobernante no es bueno o malo en función del carácter noble o grotesco que le caracterice, aunque esto ciertamente influye, más no es determinante para que no cumpla con convicción, eficacia y responsabilidad con su cometido fundamental de estadista. A bote pronto pienso en Abraham Lincoln y F.D. Roosevelt para el primer caso y en Richard Nixon y Donald Trump para el segundo. Los valores mencionados, aunque no siempre respetados por determinados Estados-Nación, han sido piedra angular de la convivencia internacional y, en consecuencia nacional, desde que se organizó la nueva institucionalidad democrática internacional a partir de la segunda posguerra. Nunca antes habíamos vivido que el proceso democrático produjera anomalías democráticas como las que se han instalado o intentado instalar en Hungría, Suiza, Austria, Holanda, Polonia, Italia y EU en la forma de frentes soberanistas extremistas. Esta poderosa internacional populista representa todo lo contrario de lo que la fuerza de los principios mencionados ha podido ser capaces de construir para hacer del mundo un lugar habitable, son antitéticos a éstos.

Trump, por ser líder de una cabeza de playa de este sistema construido por decenios y en el que EU había sido puntal indiscutible, es el ancla que ha detenido brutalmente el precario avance que la política y la economía globales habrían logrado para conservar un mínimo equilibrio del sistema mundial. Migración, guerras comerciales, soberanías amenazadas, acuerdos nucleares, democracia representativa, distribución de la riqueza, respeto a la legalidad estatal, derechos de las mujeres

y las minorías, son todos temas en las que los cinco valores descritos han sido violentados desde el espacio legítimo, en efecto, del Estado mismo. Todas las decisiones

de Trump, sin excepción alguna, hacen estallar los consensos globales y además fortalecen la posición del Putinismo, que alegremente quiere regresar a las peores tradiciones del estalinismo, incluida la de desestabilizar sistemas políticos ajenos y la de asesinar oponentes en el exterior, violentando las soberanías nacionales. Y este enorme peligro que se cierne sobre el mundo en la medida que este impulso regresivo avanza, no es más que responsabilidad de un puñado de votantes y de una clase política que no tuvo el coraje de detener la elección de un déspota antidemócrata.

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