La muerte de Nelson Mandela me deja con un gran vacío. También con una doble melancolía: la de haber perdido a un prohombre de la política y la de ser consciente de la gran falta que padecemos, en el mundo de hoy, de liderazgos de la grandeza del de Mandela. En estos tiempos de política de vacas flacas y de liderazgos de Estado decadentes en prácticamente todo el mundo, la política se queda en un estado de orfandad. Con la muerte de Mandela se nos fue uno de los íconos de nuestro tiempo. La grandeza de Mandela está a la altura de Gandhi y de Martin Luther King, quienes en su momento lograron sentar las bases, aún a costa de sus vidas, para lograr la transformación de un mundo en el que un sistema opresivo le impedía a una gran parte de hombres y mujeres a ser plenamente libres y soberanos como ciudadanos y como individuos. El liderazgo que pudo ejercer Mandela al salir de la cárcel en febrero de 1990 y posteriormente en 1994 cuando los sudafricanos lo eligen Presidente fue de fundamental importancia para impulsar la democracia y el desarrollo económico en Sudáfrica. Su conducción como estadista estuvo llena de sabiduría. Su primera acción después de más de 27 años en la prisión de Robben Island, situada en las costas de Ciudad del Cabo, fue el llamado a la reconciliación y la pacificación de su país que fue su triunfo político y humano más fundamental, y su reivindicación o dulce venganza frente al apartheid, que lo condenó a la peor de las humillaciones que un luchador por la justicia puede sufrir. En mayo de 1994, cuando inicia la transformación democrática sudafricana, al tiempo de jurar como el primer Presidente negro de su país (en el que la minoría ha sido siempre blanca), Mandela nombra como su vicepresidente al ex presidente Frederik de Klerk, su liberador y líder moderado del Partido Nacional y del apartheid, que para entonces ya estaba de capa caída.
En su autobiografía, Long Walk to Freedom, Madiba (que significa el hacedor de problemas) como le nombró su padre, relata que tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre muchos y diversos temas, entre ellos el odio a sus opresores. También cuenta que al salir de prisión se vio a sí mismo como un hombre maduro y cambiado. En consecuencia decidió abandonar los ímpetus revolucionarios que caracterizaron su acción semiclandestina antes de caer en prisión. Atraídos por su enorme carisma, tanto sus seguidores como sus enemigos, los racistas blancos, cedieron y aceptaron que su llamado al abandono de la lucha armada, por cierto, muy mal recibido por los sectores radicales del Congreso Nacional Africano (ANC por sus siglas en inglés) y al inicio del proceso de reconciliación, eran la única salida para Sudáfrica que entonces estaba en la mira del mundo entero, incluida la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, quien fue fundamental para obtener su libertad. Mandela pensaba que la única manera de ser realmente libre estaba en conservar intactos su cabeza y corazón. Por lo tanto, perdonar significaba tanto un acto de inteligencia como de amor y humildad; el acto de liberación de sus antiguos captores más importante, que le daría finalmente toda la libertad y dignidad de la que lo habían desposeído por tantos años. Y no estuvo equivocado si observamos que esto le permitió a los sudafricanos avanzar en su desarrollo político y económico. Por más que ahora el presidente Jacob Zuma haya dejado caer tanto el PIB como las instituciones políticas en el peor de sus retrasos y corruptelas, Mandela no fue el responsable. Él quien se retiró dignamente del poder en 1999, pudiendo haberse perpetuado en el poder, tradición muy arraigada en África y América Latina. Y posteriormente se concentró en luchas por los derechos humanos y para erradicar el VIH, enfermedad de la que muriera Makgatho, su único hijo vivo. Mandela fue liberado para fortuna del mundo y se abocó a continuar con su trabajo interrumpido, sin quejas ni llantos. Lo hizo con grandeza, talento, imaginación y nobleza, y este es un hecho de la política raro en nuestro tiempo que es digno de celebrarse. ¡Felices fiestas a nuestros lectores de Excelsior!
En su autobiografía, Long Walk to Freedom, Madiba (que significa el hacedor de problemas) como le nombró su padre, relata que tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre muchos y diversos temas, entre ellos el odio a sus opresores. También cuenta que al salir de prisión se vio a sí mismo como un hombre maduro y cambiado. En consecuencia decidió abandonar los ímpetus revolucionarios que caracterizaron su acción semiclandestina antes de caer en prisión. Atraídos por su enorme carisma, tanto sus seguidores como sus enemigos, los racistas blancos, cedieron y aceptaron que su llamado al abandono de la lucha armada, por cierto, muy mal recibido por los sectores radicales del Congreso Nacional Africano (ANC por sus siglas en inglés) y al inicio del proceso de reconciliación, eran la única salida para Sudáfrica que entonces estaba en la mira del mundo entero, incluida la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, quien fue fundamental para obtener su libertad. Mandela pensaba que la única manera de ser realmente libre estaba en conservar intactos su cabeza y corazón. Por lo tanto, perdonar significaba tanto un acto de inteligencia como de amor y humildad; el acto de liberación de sus antiguos captores más importante, que le daría finalmente toda la libertad y dignidad de la que lo habían desposeído por tantos años. Y no estuvo equivocado si observamos que esto le permitió a los sudafricanos avanzar en su desarrollo político y económico. Por más que ahora el presidente Jacob Zuma haya dejado caer tanto el PIB como las instituciones políticas en el peor de sus retrasos y corruptelas, Mandela no fue el responsable. Él quien se retiró dignamente del poder en 1999, pudiendo haberse perpetuado en el poder, tradición muy arraigada en África y América Latina. Y posteriormente se concentró en luchas por los derechos humanos y para erradicar el VIH, enfermedad de la que muriera Makgatho, su único hijo vivo. Mandela fue liberado para fortuna del mundo y se abocó a continuar con su trabajo interrumpido, sin quejas ni llantos. Lo hizo con grandeza, talento, imaginación y nobleza, y este es un hecho de la política raro en nuestro tiempo que es digno de celebrarse. ¡Felices fiestas a nuestros lectores de Excelsior!
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